Debía intentarlo ¿por qué no?, podría dar resultado,
así que me dirigí resueltamente hacia lo que llamábamos “el cuarto de la
pintura”, una habitación que había al fondo de la ferretería que mi padre
regentaba en Luanco, un pueblo costero situado muy cerca del cabo de Peñas, en
Asturias.
Entonces —en los años sesenta del pasado siglo— las
pinturas no venían enlatadas, se hacían mezclando aceite de linaza y albayalde
o blanco de España hasta formar una disolución espesa que había que filtrar con
una tela metálica para eliminar los grumos. Después de esto se añadía una
porción de secante y, al final, el pigmento que le daría el color buscado.
Los pigmentos se almacenaban en unos cajoncitos de
madera que se alineaban en una estantería situada a la altura de los ojos de un
adulto, y que tenían en el frente un trozo de cartón fijado con una chincheta
en el que se informaba del contenido: “azul cobalto”, “verde esmeralda”,
“amarillo limón”, “bermellón” … Hasta aquel día aquellos polvos habían llamado
mi atención por una cuestión meramente estética: sus colores eran intensos y
llamativos; pero esa tarde seleccioné el cajón del bermellón y extraje de él
una porción por una razón muy diferente.
Mi profesora de Física y Química nos había contado esa mañana en el instituto la manera en la que Lavoisier obtuvo el oxígeno: “calentando un óxido rojo de mercurio”. Inmediatamente, al oír la descripción, me vino a la memoria aquel cajón que en el cuarto de la pintura guardaba el bermellón.
—Puede que sea el óxido a partir del cual Lavoisier había obtenido
el oxígeno—, pensé.
El procedimiento que había seguido el químico
francés, aparentemente, no era complicado, estaba a mi alcance y me apetecía
intentarlo.
En el banco de carpintero que mi padre usaba para
pequeños trabajos coloqué ordenadamente un poco de bermellón —que después supe
que se conocía también como cinabrio—, un tubo de ensayo y un mechero de
alcohol. A continuación, ayudándome con un papel doblado, introduje una porción
del polvo rojo en el tubo y empecé a calentarlo. Mientras lo hacía recordaba
las instrucciones básicas que nuestra profesora nos había dado en el
laboratorio:
—Hay que calentar agitando continuamente, con el
tubo ligeramente inclinado y teniendo cuidado de no dirigir la boca hacia ti,
ni hacia ningún compañero, para evitar accidentes.
Mientras recordaba esto, y observando como la llama
azulada del mechero se coloreaba de amarillo al contacto con el vidrio,
delatando la presencia de sodio, observaba cómo el color rojo inicial del
cinabrio iba oscureciéndose.
Después de un rato empecé a comprobar que, en la
parte superior del tubo, más fría, iban apareciendo unas minúsculas gotitas de
un líquido brillante y plateado que rápidamente identifiqué como mercurio2.
En aquella época los termómetros se fabricaban con
ese maravilloso metal líquido que hacía justicia a su nombre latino
“hidrargyrum”, plata líquida, y cuando por accidente su depósito se rompía, era
todo un acontecimiento poder jugar con aquellas esferas perfectas y relucientes
que se devoraban mutuamente fusionándose en otras más grandes.
El cinabrio no es un óxido de mercurio, sino un
sulfuro, así que mi —peregrina— idea de “ver” el desprendimiento de oxígeno, se
quedó en nada, pero la inesperada aparición del mercurio líquido fue un
descubrimiento prodigioso. Me sentí invadido de una gran alegría interior,
había sido capaz de romper las ataduras químicas que mantenían al metal oculto
bajo el manto rojo del cinabrio. ¡No me lo podía creer! Sonriente, sorprendido
y feliz no dejaba de mirar las gotitas que oscilaban en la parte superior del
tubo de ensayo; intentaba descubrir en ellas algún nuevo detalle y para ello
cambiaba constantemente mi posición respecto de la luz que entraba por la
ventana para poderlas observar desde todos los ángulos.
Aquella tarde, con doce o trece años, en el cuarto
de la pintura, experimenté lo que después encontraría descrito como “la
emoción del descubrimiento” en un libro escrito por un tal Richard
P. Feynmam.
Después de aquel descubrimiento las descripciones de
las reacciones químicas en mi libro de texto ya no eran lo mismo, significaban
mucho más. Yo había hecho una y me apetecía hacerlas todas, así que años
después empecé a estudiar Química y, al terminar, y con no poco esfuerzo, logré
aprobar las oposiciones al Cuerpo de Profesores de Secundaria. Empezaba mi vida
profesional y en ella iba a contar con un aliado excepcional: Richard
Feynman.
La Física (Lectures on Physics) de Feynman.
Cuando te enfrentas a tu vida profesional como
profesor de secundaria empieza una lucha que seguramente continuará hasta tu
jubilación. Una cosa es volar por los cielos de las teorías recogidas en los
libros y manuales, o maravillosamente explicadas por un docto catedrático en la
materia y otra, muy distinta, hacerte entender por grupos —cuando yo empecé muy
numerosos, cercanos a cuarenta alumnos por aula— que vienen con la idea
preconcebida de que la Física y la Química son asignaturas difíciles y que, en
muchos casos, no les interesan lo más mínimo. Como todo el mundo, yo también
tuve que bajar a la arena y molestarme en buscar explicaciones sencillas,
entendibles y entretenidas, pero que tuvieran un mínimo rigor.
Uno de mis primeros institutos fue un centro antiguo
y con una biblioteca muy bien nutrida, así que allí me pasé bastantes horas
intentando buscar caminos por los que pudiesen transitar la mayoría de mis
alumnos y un día me encontré con las “Lectures”—realmente
una traducción al castellano—, tres impresionantes tomos alargados,
color rojo, con el nombre de «Feynman» dominando la
portada en letras azules y bajo ellas, en letras más pequeñas, en blanco, y en
tipografía más clásica: “Física”3.
Ojear el índice daba un
poco de vértigo:
Volumen 1: Cinemática,
Dinámica, Ondas y Termodinámica. 52 capítulos.
Volumen 2:
Electromagnetismo. 42 capítulos.
Volumen 3: Mecánica
Cuántica. 21 capítulos.
Impresionante. Solamente
he experimentado una sensación de pequeñez e ignorancia semejante cuando me
encontré con los “Principia” de Newton, “De Revolutionibus” de Copérnico o
“Astronomía Nova” De Kepler. No sé si la comparación puede ser exagerada, pero
el abrumador sentimiento de encontrarme frente a una obra que muy pocas
personas serían capaces de escribir fue nítida y clara.
Pero si los tres clásicos
mencionados son de lectura casi imposible la Física de Feynman empieza a
mostrar su verdadera cara desde el principio:
Si en un cataclismo
todo el conocimiento científico fuese destruido y solamente una frase pudiera
pasar a las generaciones futuras ¿qué declaración contendría la mayor
información con el menor número de palabras?
Yo creo que la
teoría atómica: “todo está formado por átomos, pequeñas partículas en
movimiento atrayéndose cuando están próximas, pero repeliéndose si se acercan
demasiado.
Después de leer esto, y
la maravillosa introducción en la que se discute la relación entre la Física y
el resto de las ciencias, me di cuenta de que allí estaba recogida una concepción
muy particular en la forma de enseñar:
- Considerar los fenómenos naturales.
- Pensar y discutir sobre ellos.
Es imposible
aprender mucho con solo unas clases o haciendo problemas.
Todo el texto rezuma ese
espíritu: partir de problemas reales y buscar una solución original, elegante y
lo más sencilla posible para el problema planteado.
¿Qué es la energía? Se plantea Feynman en uno de los capítulos de Seis piezas fáciles.
Es importante darse
cuenta de que en la física actual no tenemos conocimiento de lo qué es la
energía…
La ley de
conservación de la energía establece que hay una cierta magnitud, que llamamos
energía, que no cambia en los múltiples cambios que sufre la naturaleza…. No es
una descripción de un mecanismo, o algo concreto; se trata solo del extraño
hecho de que podemos calcular cierto número, y que si volviésemos a calcular
después de haber estado observando a la naturaleza hacer sus trucos, este
número es el mismo.
Para aclarar aún más el
concepto recurre a continuación a un ejemplo cotidiano y brillante: una madre
le da a su hijo seis bloques de plástico para jugar. Al cabo del tiempo vuelve
a la habitación y solamente ve cuatro, convencida de que no han podido
desaparecer rebusca por todos los sitios hasta que los encuentra, justo lo que
hizo Wolfgang Pauli en 1930 cuando reparó en que en la desintegración beta de
los neutrones faltaba energía que no aparecía por ninguna parte. La solución:
“alguien” la portaba. La misteriosa y elusiva partícula, prácticamente sin
masa, sin carga y que no participaba en la interacción fuerte fue bautizada con
un nombre muy italiano: los neutrinos. Su existencia fue
demostrada experimentalmente en 1956 por Clyde Cowan y Frederick Reines.
A mí esta forma de hablar
de la energía, y de un principio básico de la ciencia, me parece fantástica,
muy de Feynman, a quien no le importaba admitir que no sabía algo y que definía
la ciencia como la
creencia en la ignorancia de los expertos.
Como buen científico
habla únicamente de lo que sabe y ha podido ser sometido a prueba. Comparemos
con el empeño que en los libros de texto se pone en definir la energía como “la
capacidad para producir un trabajo”, definición críptica donde las haya, y
circular, si reparamos en que calcular el trabajo realizado por una fuerza es
la forma de evaluar la energía transferida a un cuerpo cuando sobre él se
aplica una fuerza.
La emoción del descubrimiento y la alegría de
comunicarlo.
He de reconocer que mi
forma de enseñar a lo largo de treinta y cuatro años estuvo guiada por lo
vivido aquella tarde en el cuarto de la pintura y por las enseñanzas Feynman.
Por eso siempre he procurado que mis alumnos experimentaran aquella especie de
epifanía que yo viví al descomponer el cinabrio; por eso mi manera de enseñar fue
partir de la experiencia, intentando que el trabajo experimental en el
laboratorio fuera el centro de gravedad de la asignatura, con el fin de
descubrir pequeñas cosas, comprobar otras y desarrollar siempre la habilidad
para medir, ya que la toma de datos es algo básico para el científico; son las
pistas que recoge en esos interrogatorios dirigidos a la naturaleza que
llamamos experimentos, y que le permitirán elaborar o comprobar una teoría que
describa el fenómeno y nos permita hacer predicciones.
Recuerdo a un alumno de
los etiquetados como de NEE —posiblemente la nomenclatura haya cambiado— que
eligió Física y Química en 4ª de ESO. En una ocasión se dirigió a mí con una
sonrisa de oreja a oreja mostrándome la libreta en la que traía anotados los
datos de una experiencia para calcular el valor de la aceleración de la
gravedad. Con la punta del bolígrafo apuntaba nerviosamente a un número que
había al final de la hoja:
—¡Profe! ¡La aceleración
de la gravedad 9,8!
Estaba realmente
excitado, se había pasado la hora de clase con el resto de su equipo tomando
tiempos de caída, sumándolos, haciendo medias, repitiendo las medidas,
discutiendo con el grupo o revisando el montaje para disminuir los errores … Al
final, poco más de un número: 9,8 m/s2, un dato que puede parecer
poca cosa, pero a D… le pareció fantástico. D… había sentido, también, la
emoción del descubrimiento.
Hay que decir que, a
veces, los experimentos, además de suministrarnos esa íntima emoción que nos recompensa,
también pueden ponernos enfrente de nuestras deducciones “a priori”, haciendo
que se desmorone nuestro sentido común.
Cuando invitas a tus
alumnos a que verbalicen de qué variables consideran que depende el periodo de
oscilación de un péndulo simple, siempre sale la masa. Cuando se hacen las
medidas correspondientes obtenemos que, en realidad, es independiente de ella. La
resistencia a abandonar el juicio a priori es tal que normalmente hay que
recurrir a una puesta en común de todos los grupos con el fin de comprobar que,
efectivamente, la independencia es cierta, se da en todos los casos.
Una experiencia que ya se
puede hacer en 2º de ESO —siempre que no se utilicen mecheros de gas — es el
calentamiento, controlado, de un volumen de agua destilada. Tomando
temperaturas a intervalos regulares de, por ejemplo, dos minutos, llega un
momento —a 100o C— en el que todos los termómetros “se estropean”.
Esto es, dejan de subir, manteniéndose tercamente en esa temperatura. El
enunciado de que “mientras una sustancia está cambiando de estado su
temperatura no se altera” es suficientemente conocido en este nivel, pero realmente
solo se ha memorizado. El aprendizaje no es realmente significativo hasta que
la experiencia se realiza y el sentido común, una vez más, pierde la partida.
No estoy muy de acuerdo
con aquello de que “la Física puede ser divertida”, pero sí con la afirmación
de que es apasionante y ¡cuidado! es como el rock&roll, puede llegar a
convertirse en una forma de vida.
Para los profesores esta
forma de trabajar trae muchas compensaciones, nuevamente Feynman nos ayuda a
entender el por qué.
Fig.1 Richard P Feynman.
Compartir alegrías es muy
conveniente y necesario en una profesión romantizada, pero altamente estresante
y con escasas compensaciones emocionales para el profesorado.
A modo de conclusión.
Probablemente, si has
llegado hasta aquí, consideres que en estas líneas se habla muy poco del
Feynman físico, del brillante desarrollador de la electrodinámica cuántica, de
las integrales de camino o, incluso, de los famosos diagramas —por cierto, ¿hay
alguien más que piense que las ondulantes líneas que representan los fotones
intercambiados en una interacción entre partículas podrían estar inspirados en
los movimientos de las strippers? — . Es cierto, pero estoy seguro de que ese
aspecto será brillantemente tratado por otras personas con mayores
conocimientos, por eso he preferido centrarme en la otra cara —aunque no menos
importante— de Richard Feynman, su aportación como docente. Si somos justos
deberíamos de reconocer que para muchísimos profesores ha sido un verdadero
referente de cómo se deben de hacer las cosas.
Y aquí, Feynman, acierta
una vez más, porque su receta es que no hay receta:
Todos los
estudiantes están en el aula. ¿Cuál sería la mejor forma de enseñarles? Mi teoría
es que la mejor forma de enseñar es no tener ninguna filosofía, ser caótico y
mezclarlo todo en el sentido que uno utiliza todas las formas posibles de
hacerlo… Si consigues que no se aburran todos al mismo tiempo, mejor que mejor.
Fig.2 ¡Y el placer de contarlo!
Para complementar esa invitación a la duda, a la
experimentación, al planteamiento de preguntas, “nuestro Ricky”, nos ha legado sus “Lectures” de cuya primera edición se cumplen ahora sesenta
años, con el propósito de: mantener el interés de los estudiantes e incitarles
a que discutan sus ideas, piensen acerca de las cosas y hablen sobre ellas.
Desde mi punto de vista el mensaje sigue igual de
vigente, invitar a observar la naturaleza y tratar de entenderla. Para ello la
experimentación es algo básico. Esta manera de hacer las cosas, además, puede
proporcionar la inmensa recompensa de la “emoción del descubrimiento”
para nuestros alumnos y “la alegría de compartirlo” para los profesores.
De todas maneras, por si acaso, acostúmbrate a convivir con la incertidumbre:
Lo siento, después
de muchos, muchísimos años, de enseñar y de tratar todo tipo de métodos
diferentes, realmente no sé cómo hacerlo.
R. Feynman
Suerte.
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