No soy muy dado a seguir recomendaciones, pero en
este caso estaba un poco desesperado. Pocas opciones más tenía.
Martes, 26 de septiembre de 1961. Cinco de la tarde.
Me encontraba en aquella gran clase repleta de petulantes estudiantes de primer
grado de física. Mi amigo me había comentado que también habría graduados e
incluso profesores, pero no fui capaz de distinguirlos.
No parecía aquello una clase magistral cualquiera:
en la escalera central había un camarógrafo dispuesto a grabar en vídeo la
sesión. Más allá había otro. Y otro a mis espaldas. “Pero ¿qué es esto?” Yo no
hacía más que mirar a todos lados. “¿Por qué tanta expectación?”
A juzgar por los rostros de los asistentes se
adivinaba un entusiasmo que a mí aún no se me había presentado. “¿Quién me
mandaría a mí a tomar clases de física? No, no, peor, ¿quién me mandaría a mí a
aceptar este trabajo? ¡Si soy químico!”, me decía a mí mismo continuamente
desde hacía unos días y más en aquel momento.
De pronto hacía su entrada ese Feynman y el murmullo
se apagó. Traje azul de corte francés, camisa blanca y corbata bien anudada
sobre la que pinzaba un micrófono. Pelo oscuro repeinado, con raya a la
izquierda, entradas acusadas y sonrisa irresistible. Sonrisa que no modificó un
ápice, ni siquiera cuando de entre el público, que ya se sentaba, brotaron dos
hombres que comenzaron a fotografiarle. Me pareció que hizo un guiño a alguien
del público.
Era sabido por todos que Feynman había participado
en el Proyecto Manhattan y que había diseñado una serie de esquemas que
representan las interacciones entre partículas subatómicas. Yo no entendía nada
de esos diagramas, pero cada vez que Feynman copaba los titulares de algún
magazín científico se elucubraba con la posibilidad de que ganara el Premio
Nobel por ellos.
No era un secreto en Pasadena que Feynman era un
asiduo del Gianonni’s. Al parecer, suele pedirse un 7-Up y una vez ha
disfrutado del espectáculo se pone a tomar notas en una servilleta. De
cualquier manera, en Caltech era toda una eminencia. Tenía fama de un
magnífico profesor y por ello le habían encargado impartir aquellas clases. Y
por ello mi amigo me recomendó que asistiera.
Resuelto, subió al estrado y los fotógrafos se
colocaron cerca, en posiciones estratégicas, probablemente para inmortalizar el
contenido de las pizarras deslizables que tenía detrás. Dejó un papel sobre el
atril, cogió una tiza con la mano derecha y se metió la izquierda en el
bolsillo de la chaqueta.
26 de septiembre de 1961.
Lección 1. Átomos en movimiento, dijo acercando la boca al
micrófono de la corbata. 26 de septiembre de 1961.
Lección 1. Átomos en movimiento, repitió. 26 de septiembre de 1961. Lección 1. Átomos en
movimiento, dijo una vez más, arrancando risas al público.
Este curso de física de
dos años se presenta desde el punto de vista de que ustedes serán físicos. Por
supuesto, esto no es necesariamente así, ¡pero eso es lo que todo profesor de
cada materia supone! Si van a ser físicos, tendrán mucho que estudiar...
Más que un científico, Feynman parecía un actor
comenzando una obra de teatro. Gesticulaba muchísimo con las manos. Cuando
escribía en una pizarra, o bien mantenía la mano izquierda en el bolsillo, o
bien la colocaba detrás en la espalda, perpendicular a su espina dorsal. Tenía
una letra bonita. “Qué envidia”, pensaba yo.
De vez en cuando se acercaba al atril para mirar
furtivamente sus notas y continuaba. Volvía a escribir y, cada vez que llenaba
una pizarra, se oían los disparos de las cámaras de foto.
Fig.1 Feynman impartiendo una de sus lecciones de física en Caltech. (https://en.wikipedia.org/wiki/Richard_Feynman).
3 de octubre de 1961.
Lección 3. La relación de la física con otras ciencias, repitió hasta cuatro veces. La física es la ciencia más fundamental e inclusiva y ha tenido un efecto
profundo en todo el desarrollo científico. De hecho, la física es el equivalente
actual de lo que solía llamarse filosofía natural… La ciencia que quizás sea la
más profundamente afectada por la física es la química.
“¿Química? ¿Ha dicho química?”, pregunté al tipo de
mi izquierda. En la tercera lección fue cuando Feynman captó realmente mi
atención por primera vez.
La segunda vez fue en la séptima lección. Tenía
especial interés en la teoría de la gravitación, sería el primer tema a
impartir a mis alumnos. Con un movimiento ágil me acerqué varias filas antes de
que comenzara. Estuve embelesado durante toda la sesión: Nicolás Copérnico,
Tycho Brahe, Johannes Kepler… Profundamente inmerso en sus palabras y en sus
dibujos, durante un instante miré a unos metros de mí, entre el público, y vi a
un señor mayor de barba blanca y rostro serio, vestido con un sayo negro y un
amplio cuello blanco. Parecía de otra época. También atendía a Feynman, incluso
asentía levemente. Agucé un poco más la vista y vi que sostenía entre las manos
una especie de cilindro, ¿un telescopio, tal vez? Parpadeé varias veces,
extrañado. “Joder, es la viva imagen de Galileo”, pensé.
Lo entendí más tarde: Feynman también era un mago de
la ilusión.
¿Qué otra cosa podemos
entender cuando entendemos la gravedad? Todo el mundo sabe que la Tierra es
redonda. ¿Por qué la Tierra es redonda?, preguntaba para a
continuación responderse a sí mismo y a todos los que estábamos presentes. ¿Qué otra cosa pueden hacer ustedes con la ley de la
gravitación?, preguntó de nuevo con el énfasis que le
caracterizaba.
Y en ese momento me sentí transportado por el fragor
de sus palabras.
Último cuarto del siglo XVII, una época en la que se
asumía que la luz era instantánea. La idea que predominaba, defendida
fehacientemente por René Descartes, favorecía la infinitud de su velocidad. El
filósofo francés sostenía que, si la velocidad de la luz fuera finita, el Sol,
la Tierra y la Luna no estarían alineados durante un eclipse lunar, y como no
se había observado tal desalineación, concluyó que la velocidad de la luz tenía
que ser infinita.
El Observatorio de París llevaba operando solo unos
años. Dotado de unas enormes lentes se podía observar con una resolución sin
precedentes los satélites galileanos de Júpiter y el anillo de Saturno. Allí
trabajaba Jean Picard, que además de astrónomo era sacerdote. Fue el primero en
medir el tamaño de la Tierra con una precisión razonable y lo hizo midiendo un
grado de latitud a lo largo del Meridiano de París usando triangulación.
Durante una estancia en Uraniborg, el
observatorio fundado por Brahe un siglo atrás en la isla, entonces danesa, de
Ven, Picard conoció a Ole Christensen Roemer. Picard lo tuvo como asistente y
quedó tan impresionado por sus habilidades que lo convenció para que trabajara
con él en el Observatorio de París.
Una vez en París, Roemer se dedicó a observar los
cuatro grandes satélites de Júpiter, aquellos que ya sirvieron para impulsar la
adopción del modelo copernicano del sistema solar y el desarrollo de las leyes
de Kepler. Se centró concretamente en Ío, el más interno de los satélites. El
periodo de Ío es de 42,5 h y el plano de su órbita está muy cercano al plano de
la órbita de Júpiter en torno al Sol, por lo que parte de su trayecto
transcurre a la sombra del planeta; en medio año tienen lugar un total de 102
eclipses de Ío.
Fig.2 Datos de los eclipses de Ío tomados por Roemer. (https://es.wikipedia.org/wiki/Determinaci%C3%B3n_de_R%C3%B8mer_de_la_velocidad_de_la_luz).
Al cronometrar los eclipses, un análisis que le
llevó varios años, Roemer observó una discrepancia en el tiempo entre dos
eclipses sucesivos: se hace más corto a medida que la Tierra se acerca a
Júpiter y más largo cuando se aleja de él. El astrónomo danés interpretó el
retraso o adelanto como la diferencia en los tiempos necesaria para que la luz
viaje entre Júpiter y la Tierra; no vio otra solución a dicho fenómeno que
considerar que la luz no es instantánea, sino que tiene una velocidad finita.
Simplemente, la luz tarda más en llegar a la Tierra cuando está más alejada de
Júpiter y menos tiempo cuando ambos planetas están más cerca.
Cuando la Tierra está en el punto A (Figura 3, a),
la Tierra, Júpiter e Ío están alineados. La próxima vez que ocurra esta alineación,
la Tierra estará en el punto B, y la luz que transporta esa información a la
Tierra debe viajar hasta ese punto. Dado que B está más lejos de Júpiter que A,
la luz tarda más en llegar a la Tierra cuando ésta se encuentra en B.
Fig.3 Método usado por Roemer para determinar la velocidad de la luz. (https://phys.libretexts.org/Courses/Muhlenberg_College/Physics_122%3A_General_Physics_II_(Collett)/10%3A_The_Nature_of_Light/10.02%3A_The_Propagation_of_Light).
Seis meses después (Figura 3, b), la medición
del período de Ío comienza con la Tierra en el punto A' e Ío eclipsado por
Júpiter. El siguiente eclipse se produce entonces cuando la Tierra se encuentra
en el punto B', al que debe viajar la luz que transporta la información de este
eclipse. Dado que B' está más cerca de Júpiter que A', la luz tarda menos en
llegar a la Tierra cuando está en B'. Este intervalo de tiempo entre los
sucesivos eclipses de Ío vistos en A' y B' es, por tanto, menor que el
intervalo de tiempo entre los eclipses vistos en A y B.
Esa diferencia de tiempo fue la que usó Roemer para
medir la velocidad de la luz. La distancia entre la Tierra y Júpiter conocida
en esa época implicaba una velocidad de la luz de aproximadamente 200.000 km/s,
solamente un 33% inferior al valor aceptado hoy.
Curiosamente, Cassini, el director del Observatorio
de París, y Picard, el superior de Roemer, se mostraron escépticos sobre la
conclusión y no estaban realmente convencidos con el argumento dado por Roemer.
Sin embargo, el descubrimiento tuvo una mejor acogida más allá de las fronteras
francesas: Isaac Newton y Christiaan Huygens, enfrentados por la naturaleza de
la luz, en cuanto a su velocidad, sí que abrazaron la misma idea, la idea de
Roemer.
¿Qué otra cosa pueden
hacer ustedes con la ley de la gravitación?, preguntaba Feynman.
... proporcionó la primera estimación de la
velocidad de la luz.
Y de nuevo, mi mente se transportó. Pero no, no era
1961, ni estaba en Pasadena. Era octubre de 2017, estaba en Seseña y en unos
días empezaba a dar clases de física por primera vez, “¡Yo, que soy químico!”.
No asistí a las conferencias de Feynman, ni vi a Galileo, ni he conocido a
Roemer, pero si alguna vez estuve cerca de algo de eso fue porque cayeron en
mis manos los tres volúmenes de Lecciones
de física de Feynman, sacados a partir de las clases que impartió en Caltech
entre 1961 y 1962.
Fue la recomendación que me hizo un amigo. Me
aseguró que era un buen punto de partida para captar la atención del alumnado,
a la par que camuflaba mi inexperiencia como profesor. Roemer no iba buscando
la velocidad de la luz cuando se topó con ella, al igual que yo no buscaba ser
profesor de física cuando me plantaron delante de mis narices las Lecciones de Feynman.
Hoy en día me encuentro casi a diario delante de
alumnos enseñando física e intentando, mejor dicho, intentando hacer el intento
de emular a Feynman.
Mis mayores temores, todavía hoy, están relacionados
con mi capacidad para responder las preguntas que puedan surgir de la mente en
ebullición de un adolescente. He podido comprobar cómo con el tiempo he
aprendido a responder algunas que antes, ni por asomo, habría podido. En casos
extremos recurro a un “No sabría decirte ahora mismo. Déjame que lo consulte y
lo comentamos el próximo día”. Lo que no les digo es que a quien ‘consulto’ en
la mayoría de los casos es a Feynman.
Y en una de esas, un día oí: “Profe, ¿y cómo se calculó por primera vez la velocidad de la luz?”. ¡Esta es la mía!
Una vez te dije que el mayor grado de certeza sobre cómo eres te lo daría la quántica. Aunque no llegues a entenderlo completamente, me reafirmo en ello. Este artículo va también un mucho sobre ti, sobre tus sueños y tu persona. Un lujo tenerte por hijo, porque además de todo lo que te he dicho eres "buena persona" en la acepción más machadiana. Gracias
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