Corría la primavera del año 2010. Por aquel
entonces, yo estaba en el ecuador de mi contrato postdoctoral Alexander von
Humboldt, en el Instituto Max-Planck de Radioastronomía de Bonn, en el sur
de Renania. Emanouil Angelakis, uno de los coordinadores de la Escuela
Internacional de Investigación del Max-Planck (IMPRS, por sus siglas en
inglés), tenía buen concepto de mí como docente, por lo que me invitó a
impartir una serie de lecciones para los estudiantes de la IMPRS,
preferentemente sobre Estadística (un tema en el que muchos de ellos iban,
quizás, un poco flojos). Una condición obligatoria para impartir
aquellas lecciones de la IMPRS era que debían ser de pura pizarra; el
uso de transparencias estaba prácticamente prohibido. Acostumbrado como estaba
al Power Point para impartir cualquier charla o clase (ahora ya no lo
uso; prefiero el LaTeX Beamer), aquella propuesta de Angelakis fue para
mí un reto muy estimulante, que acepté con gusto.
Tras un tiempo preparando lecciones, diseñando
ejercicios interesantes y ejemplos útiles e intuitivos, mi curso de Estadística
resultó ser todo un éxito. Tanto fue así, que Angelakis organizó, acabado ya el
curso, una pequeña colecta entre los estudiantes (complementada con bastante
presupuesto por parte de la IMPRS) para regalarme, en reconocimiento por mis
lecciones... ¡la Edición del Milenio de las Feynman Lectures! Y,
además acompañada de una nota de agradecimiento que (lo confieso) consiguió
arrancarme alguna lagrimita de emoción: “Dear Dr. Marti-Vidal, this is the
minimum expression of our thankfulness for your contribution to the IMPRS
school”.
Fig.1 Foto del autor posando orgulloso con sus Feynman Lectures (incluyendo la dedicatoria de la IMPRS).
Más de una década después de aquella formidable
experiencia en la IMPRS, sobra decir que esas Feynman Lectures, que aún
conservan su nota de agradecimiento, ocupan un lugar de honor en mi biblioteca
personal. Hasta aquel momento, mi relación con las Feynman Lectures
había sido solo a través de la Biblioteca de la Facultad, durante mis tiempos
de estudiante. Para mí, aquellos libros eran una mera herramienta que me
ayudaba a aclarar las ideas cuando tocaba hacer ejercicios o prepararme para
los exámenes. Pero aquel regalo de la IMPRS cambió para siempre mi relación con
esa magnífica obra; me permitió, por fin, poder disfrutar de mis Feynman
Lectures sin horarios ni presiones, saboreando sus contenidos con total
tranquilidad y por el simple placer de aprender de uno de los mejores docentes
(si no el mejor) que jamás ha conocido el mundo de la Física.
Si tuviese que quedarme con un capítulo de las Lectures,
no sabría cuál elegir. Y no lo digo por quedar bien. Soy muy sincero. Feynman
era capaz de tratar cualquier tema de Física con aquel maravilloso toque
coloquial que solo él sabía darle, arrastrando al reino de lo mundano y
comprensible a la más sutil de las abstracciones. Con su magnífico estilo, su
frescura y su imaginación, Feynman nos permite ver a la Física como lo que
realmente es: una bella y sublime poesía intelectual.
Voy a hacer, no obstante, el sacrificio de tener que
quedarme con uno solo de los temas de las Lectures. Elijo (y perdónenme
por ello) el último capítulo del Volumen II: la curvatura del espacio.
Siempre he tenido un enorme interés (diría que hasta
devoción) por cualquier cosa que huela a relatividad einsteiniana. De hecho, la
Relatividad (tanto Especial como General) fue la semilla que hizo crecer en mí
el amor por la Física. Leí Historia del Tiempo, de Stephen Hawking, a la
temprana edad de unos 12 años. Aunque confieso que no fueron pocos los
contenidos de ese libro que escaparon a mi comprensión, quedé prendado,
locamente enamorado, de conceptos como el espacio-tiempo y los Principios de la
Relatividad de Einstein. Aún recuerdo con mucho cariño aquellos largos paseos
vespertinos por el término municipal de mi pueblo, Alfarrasí, llevando en
ocasiones a Soraya, la perrita de mi tío Rafa. No fueron pocas las veces que
casi me perdí por aquellos caminos, con la mirada fija en el infinito, tratando
de visualizar reglas de medir y relojes de bolsillo cayendo hacia agujeros
negros o a bordo de raudas naves interestelares.
Desde aquel entonces, esa manía de pensar en relojes
y agujeros negros sometidos a multitud de experimentos mentales no se me ha
curado del todo. Si bien ya no lo hago tan a menudo, aún sigue siendo uno de
mis pasatiempos favoritos.
La forma en la que Feynman introduce el concepto de
curvatura y su papel en la Teoría de la Relatividad General es genial (como
todo el resto de sus Lectures). Si tiene usted el Volumen II de las Lectures
a mano y aún no ha leído ese capítulo, no puedo dejar de recomendárselo.
Feynman describe, casi como si fuera el propio lector el que tiene la
ocurrencia, varias formas de medir la curvatura intrínseca de un espacio
bidimensional y, acto seguido, las traslada a las tres dimensiones. Tras esto,
hace una de las introducciones más sencillas, escuetas e intuitivas que he
visto de la Ecuación de Campo de Einstein (aunque solamente habla de la
curvatura escalar, menciona la ecuación tensorial de manera brillante, sin
escribirla ni mencionar si quiera la palabra tensor). Unas líneas más
tarde, define magistralmente el concepto de geodésica sin que apenas nos demos
cuenta, pasándola al espacio-tiempo e introduciendo la idea de tiempo propio de
forma magistral. Tras esto, comprender intuitivamente la Ecuación de Movimiento
de Einstein es “coser y cantar”, aunque la cosa también tiene su gracia; nadie
cosía y cantaba como Feynman. A partir del ejemplo de un tiro parabólico y del
Principio de Mínima Acción, deduce la ecuación de movimiento y la compara
directamente con la de la Relatividad General para el caso de bajas
velocidades, extendiéndolo después al caso general sin ningún problema.
Magnífico.
Vamos a cambiar ahora de tercio. Dejando la
Relatividad a un lado, otro de los temas recurrentes en los que suelo perderme
en mis pensamientos, durante buena parte de mi escaso tiempo libre, es la
Astronomía: nubes moleculares, cúmulos abiertos y globulares, nebulosas
planetarias, supernovas, discos protoplanetarios, sistemas estelares, núcleos
activos de galaxia... El estudio del Universo también me marcó desde pequeño,
antes de leer a Hawking. Como astrofísico que soy, me considero muy afortunado
de poder dedicar mi vida profesional a lo que realmente me apasiona y absorbe.
Bueno, también puede haber alguien que juzgue esa fortuna como desgracia (si me
preguntan a mí, es lo primero; si preguntan a mi esposa, lo segundo).
El responsable de esta pasión por el Universo fue,
como ya habrán imaginado, el gran Carl Sagan con su serie Cosmos. Aunque
tengo los recuerdos de aquella época bastante emborronados, aún me vienen a la
cabeza algunas imágenes de escenas que se me quedaron especialmente grabadas de
aquella serie. Una de ellas es ésa en la que Sagan nos habla de los grandes
números, introduciendo la notación científica y definiendo el “googol”. Tan
pronto vi aquel episodio, siendo solo un chavalín, corrí a la calle en busca de
mi amigo Alfonso (era sábado por la mañana) y me pasé un buen rato explicándole
qué era eso del “googol” y el concepto del infinito (o lo que en aquel momento
creía entender sobre eso).
Años más tarde, mi pareja Diana (que tiempo después
se convertiría en mi esposa), me regaló para mi cumpleaños la serie Cosmos en
DVD (importada de Estados Unidos; en aquel entonces no había forma de
conseguirla en España). Ese ha sido, quizás, el mejor regalo de cumpleaños que
me han hecho en toda mi vida: la oportunidad de redescubrir esa fantástica
serie de Carl Sagan. Ver esos episodios con los ojos de un graduado en Física
(o licenciado, en mi caso) me permitió disfrutarlos de forma muy especial. Cosmos,
en mi opinión, es lo mejor que se ha hecho en divulgación audiovisual, al menos
en el área de Física y Astronomía. Cada episodio, casi cada frase, de Sagan
supera a cualquier video de youtuber o tik-toker moderno. A cualquiera. “Somos
polvo de estrellas que reflexiona sobre las estrellas; somos la forma en la que
el Universo se descubre a sí mismo”. Lo dicho. La piel de gallina.
Puede que suene algo radical, pero Cosmos (tanto la versión de Sagan
como su segunda parte, la de Neil deGrasse Tyson) debería ser de visualización
obligatoria en todos los colegios. O, mejor dicho, el acceso y la exposición a Cosmos,
al Universo visto a través de los ojos románticos, serenos y sabios de Sagan,
debería ser un derecho inalienable de la infancia.
Hablando de colegios e infancia, puedo decir que he
tenido la fortuna de crecer envuelto en una maravillosa atmósfera de curiosidad
y descubrimiento, gracias a los fantásticos profesores que he tenido, desde la
EGB hasta la Universidad. Recuerdo a Don Salvador, antiguo director del colegio
donde estudié (el C.P. Dr. Borrás) y maravilloso profe de Matemáticas (recuerdo
con mucho cariño los acertijos y problemas que me proponía). Recuerdo también a
Don Amando (Amando Gegundez Ramón) y nuestras estimulantes conversaciones sobre
las paradojas de los viajes en el tiempo. Amando también publicó varios libros
de poesía (¡y cuánto lamento haber perdido el libro que me regaló, con
dedicatoria incluida!). Ya más tarde, en BUP y COU, tuve la fortuna de
disfrutar de profesores como Nacho Vallés (me costó mucho dejar de hablarle de
usted; hasta que me lo suplicó de rodillas), Doña Amelia y muchos otros. Su
pasión, su energía y paciencia infinitas... A ellos les debo el impulso que me
ha permitido llegar donde ahora estoy. Nunca podré dejar de agradecérselo. Y
nunca deberíamos, ya como padres, dejar de agradecer a los docentes de nuestros
hijos el trabajo que dedican en su educación, con cada vez más trabas
económicas, legislativas y hasta sociales. Me quito el sombrero ante todos y
cada uno de ellos.
Pero como docente, el que se lleva la palma es,
volviendo al tema que nos ocupa, Richard Feynman. Eso ya es otro nivel.
Imitadores habrá muchos, pero ninguno como el original. Perfecto como
investigador y como docente. Aunque quizás sí haya un reproche que hacerle a
Feynman en su parte docente. Uno relativo a la historia de la Puerta de Neiko,
que menciona al final del Volumen I de las Lectures. Según la leyenda,
la antigua Puerta de Neiko, de una belleza incomparable, sufre de un minúsculo
defecto en su diseño, hecho adrede por los artesanos que la labraron. ¿Por qué?
Pues para que los dioses no sintiesen envidia por la perfección de los humanos
que elaboraron esa maravillosa puerta. Feynman usa esa leyenda como alegoría de
la rotura de simetría en Teoría Cuántica de Campos: quizás esas simetrías
imperfectas de la Naturaleza fueron añadidas adrede por los “dioses”, para que
los humanos no sintiésemos envidia de su perfección.
Pues bien, yo creo que Feynman no tuvo la misma consideración para con nosotros cuando redactó sus Lectures. En ellas, no dio pie a ningún defecto aparente que nos permita pensar, sonriendo para nuestros adentros, que en realidad no era perfecto ni insuperable como docente. Me temo que no es así. Sus Lectures no son como la Puerta de Neiko. Son mejores.
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