Siempre he sido muy friki,
desde que tengo memoria. Pero no sólo de la física, que es a lo que finalmente
me terminé dedicando, sino de todo. De pequeña/adolescente yo era la típica
chica que sabía un poco (bastante) de todo y a la que todo le apasionaba o le
despertaba curiosidad (salvo quizá alguna asignatura suelta que, más por el/la
docente que por el contenido, se me hacía un poco más pesada).
Con este panorama yo no tenía muy claro qué hacer, a qué dedicar mis
estudios y, pensando más allá, a qué dedicar mi vida posterior. Un día me
encantaba la biología, otro la química, otro la historia, la lingüística o la
literatura, pero ¿cómo hacer para decidir entre tantas opciones interesantes?
Entonces llegó Marisa y llegó la física de segundo de Bachillerato. No
puedo decir que Marisa fuera una mujer excepcional, ni que fuera la mejor
física o la mejor profesora que he conocido, y, sin embargo, aunque yo entonces
no lo sabía, la manera en la que influiría en mi vida sí que sería excepcional.
Era una mujer normal, de unos 50 años por aquel entonces, bajita, menuda y con
el pelo corto teñido de un tono rojo oscuro. Siempre se movía deprisa y con
energía, y tenía un semblante a menudo ceñudo por tener que aguantarnos (con
razón), pero que de vez en cuanto dejaba escapar una sonrisa sincera con la que
te hacía cómplice de manera instantánea.
Le tengo muchísimo cariño a Marisa, porque ella nos tenía mucho cariño a
nosotros (y quiero pensar que a mí en particular), a pesar de su apariencia de
profe dura. También le tengo mucho cariño porque fueron sus clases las que me
ayudaron a darme cuenta de que lo que quería era estudiar y dedicarme a la
física. No sabría explicar muy bien por qué, porque ese año tuve también otros
profesores excelentes (como Fernando, el de lengua y literatura, de quien también
guardo un recuerdo especial), pero Marisa consiguió transmitirme el amor por la
física, por entender el mundo que nos rodea desde lo más básico y aparentemente
tonto hasta lo más complejo y abstracto. Siempre con la sonrisa que medio
escondía para no dejarnos la puerta abierta a la revolución que supone una
clase de adolescentes pero que en realidad era lo que nos hacía conectar tanto
con ella y respetarla como a la que más.
Recuerdo estar alucinando un día con ella en clase por estar dando la Easy
Piece a la que va dedicado este capítulo: las fuerzas conservativas. Si ya
sabes de qué hablo, te estará pareciendo una tontería que me fascinara ese
concepto, y si no, te lo va a parecer ahora en cuanto te lo explique.
Existe un concepto importante en física llamado trabajo que,
afortunadamente, no tiene nada que ver con levantarse a las 8 de la mañana para
ir a la oficina (¡menos mal!). El trabajo es una magnitud física asociada a las
fuerzas, y corresponde a la cantidad de energía necesaria para desplazar un
cuerpo una distancia determinada. ¿Por qué es esto importante? Entre otras
cosas, porque el trabajo realizado sobre un cuerpo por la suma de todas las
fuerzas que actúan sobre él es exactamente igual al cambio de energía cinética de dicho cuerpo, o, en román paladino:
si empujas un objeto con suficiente fuerza, éste se mueve (adquiere una
velocidad).
Si pensamos en el trabajo de esta manera, está claro que, aplicando la
misma fuerza, nos hará falta más energía cuanto mayor sea el desplazamiento: no
cansa igual hacer flexiones bajando poquito que bajando hasta que casi te roce
la nariz con el suelo. Por lo tanto, en principio, cuanta más distancia (o
desplazamiento) realice el objeto más energía hará falta para moverlo.
En la mayoría de los casos esto es verdad, pero con las fuerzas
conservativas no se cumple del todo. Existen algunas fuerzas, como la
gravitatoria o la electrostática, en las que da igual qué camino cojas para ir
de un punto a otro, ya sea más largo o más corto, que el trabajo realizado por
la fuerza siempre será el mismo mientras el punto de inicio y la meta sean los
mismos. Otra consecuencia de esto es que, si partes de un punto y vuelves a ese
mismo punto, por muy largo que hayas hecho el camino de ida y vuelta, el
trabajo ejercido por la fuerza será nulo.
Pero, ¿cómo puede ser esto? Si yo ahora cojo y me subo al Everest y luego
bajo hasta llegar al mismo punto desde el que salí, ¡no me puedes decir que no
haya hecho trabajo! ¡Si estoy reventada! Pues en realidad, si lo piensas, tiene
mucho sentido. Mientras subías, además de flipar con las vistas y de sufrir las
inclemencias del tiempo y de la montaña, estabas gastando mucha energía para ir
en contra de la gravedad. ¿Por qué? Porque te estabas desplazando en la misma
dirección de la gravedad (en vertical) pero en sentido contrario a ella (hacia
arriba). Por lo tanto, el trabajo que
estabas realizando era la fuerza que la gravedad ejerce sobre ti por la
distancia recorrida en vertical hasta la cumbre. Pero ya has coronado la cima y
ahora te toca bajar. Claro, del Everest no te puedes dejar ir y bajar haciendo
la croqueta porque el resultado no sería muy positivo, pero si lo hicieras,
¿estarías gastando alguna energía, o sería la gravedad la que haría todo el
esfuerzo por ti?
Ahí está la cuestión: cuando subes gastas una energía que recuperas de
manera exacta cuando bajas, por lo que, en total, la energía que gastas en el
trayecto completo es 0.
Fig. 1 Como le pasaba al lobo de Merlín el Encantador (Walt Disney Productions, 1963), subir cansa mucho, pero bajar, ¡se baja solo! La magia de los campos conservativos en dibujos.
Esto que parece una tontería tiene implicaciones muy importantes dentro
de la física y de nuestra forma de entender el mundo, especialmente en cuanto a
la conservación de la energía (la famosa frase de “la energía ni se crea ni se
destruye, sólo se transforma”), pero el día que lo dimos con Marisa yo aún no lo sabía. Lo único que
sabía era que, de repente, a través de las matemáticas y la física (pues todo
esto tiene una formulación matemática detrás) había entendido algo tan tonto
como que cuando subes una cuesta, cuesta (valga la redundancia) pero cuando la
bajas casi que lo que más cuesta es no salir hacia abajo rodando cual croqueta.
Te parecerá absurdo, pero ver de una manera tan clara que aquello que me
estaban contando en la pizarra realmente explicaba el mundo en el que vivía, mi
alrededor, mi realidad, me fascinó.
Este es solo uno de los muchos ejemplos de cosas que aprendimos aquel año
y que hicieron mella en mí de una manera especial. Recuerdo estudiar las ondas,
la gravitación, el electromagnetismo, y sentirme “importante” porque sabía que
estaba modelando el mundo con un trozo de papel y un lápiz. Y que, además,
luego podía ir al laboratorio y ver que todos aquellos garabatos y fórmulas
describían casi a la perfección lo que pasaba en el mundo real. Y aún así, durante mucho tiempo
me pregunté por qué fue eso lo que me atrajo tanto y no la literatura o la
historia o la filología, que también me encantaban y fascinaban.
A posteriori me di cuenta de que, si me había decantado por la física y
no por otra cosa, era por un factor adicional. De hecho, por dos: mis padres.
Ambos biólogos de formación, desde pequeña me inculcaron, sobre todo mi padre,
el espíritu científico de querer entenderlo todo de manera objetiva,
predictiva, lógica. También me enseñaron a amar el arte de formas muy diversas,
pero de alguna manera caló más en mí ese traspaso generacional de la vocación
científica, de querer saber por qué. Por ello nunca podré darles las gracias lo
suficiente y merecían un puesto honorífico en esta pequeña historia, al igual
que Marisa.
Y tras mucho aprendizaje y mucha fascinación, llegué a la carrera de
física, donde los frikis (nótese que lo digo en el buen sentido de la
palabra, pues para mí es motivo de orgullo), ya éramos una mayoría. Allí me
junté con un montón de gente que me llevaba años de ventaja pues hacía mucho
que sabía lo que quería estudiar, al contrario que yo.
Uno de esos frikis, no recuerdo exactamente quién, ni siquiera si
fue sólo una única persona, me habló en primero de carrera de unos libros que
estaban “súper bien para entender todo lo que estamos dando, de todas las
asignaturas.” Yo me puse a bichear por internet, cuando la palabra bichear
aún ni existía, y vi que,
efectivamente, tenían buena pinta, pero todas las ediciones que veía me
parecían muy caras y no estaba segura de que merecieran la pena.
Aquellos libros que estaban “súper bien” eran las Feynman Lectures
on Physics.
Y aquí vuelve mi padre a hacer una aparición estelar: esas navidades me
regaló una edición preciosa de los tres tomos que, obviamente, aún conservo, y que espero
conservar toda mi vida.
Fig. 2 Mi edición de las Feynman Lectures on Physics.
Si no conoces a Richard Feynman, aunque teniendo este libro entre manos
seguro que ya has leído mucho sobre él, merece la pena saber que era un genio
de la física. El tío hizo contribuciones muy importantes a la mecánica cuántica
y a la física de partículas, entre otros campos, y sus trabajos le valieron el
Premio Nobel de física de 1965, en concreto por haber desarrollado una teoría
llamada electrodinámica cuántica. Esto que tiene un nombre tan rimbombante, en
realidad mola un montón, porque lo que consigue es explicar con una precisión
increíble cómo se comporta el electromagnetismo a escalas muy muy pequeñas
cuando las partículas involucradas además se mueven a velocidades comparables a
la de la luz o a la de la luz directamente. De hecho, fue la primera teoría en
la que se consiguió juntar de manera correcta la mecánica cuántica (lo muy
pequeño) y la relatividad (lo muy rápido), cosa que hasta entonces no había
sido nada trivial.
Pero lo que más me interesa de Feynman no es su genialidad para la
física, sino su capacidad para llegar a la gente (a pesar de algunos aspectos
no muy loables de su vida en este sentido).
Feynman era un entusiasta de la física y desprendía amor y pasión por
ella, y esas cosas, se contagian. Además, lejos de comportarse como una persona
fría y distante, como puede suceder con algunos grandes científicos que se
consideran a sí mismos por encima del resto de los mortales, era cercano, hacía
bromas, utilizaba un lenguaje sencillo y se preocupaba de verdad porque
entendieras lo que te estaba explicando. No pretendía hacerte ver que él era
más listo que tú, sino que pretendía que tú terminaras siendo más listo que él.
La cosa es que Feynman, siendo como era y teniendo las convicciones
docentes que tenía, estaba bastante frustrado y preocupado por los alumnos de
la universidad en la que trabajaba como profesor. ¿Por qué? Porque los cursos
estaban basados en temarios del Pleistoceno que se transmitían de forma arcaica
y aburrida. Además, todos los increíbles descubrimientos que estaban teniendo
lugar en física en aquellos años (entre los 50 y los 80) e incluso en aquella
misma universidad, ¡no se contaban a los estudiantes en las clases!
Por estos motivos accedió a reestructurar distintas asignaturas para
hacerlas más accesibles e interesantes a los alumnos, y, de ahí, de aquellas
clases que se puso a dar sobre unos contenidos mucho más emocionantes, nacieron
las Feynman Lectures on Physics. Es curioso que, aunque él pensaba que no iban
a tener mucho éxito (se editaron primero como libro de texto para los primeros
cursos de carrera), a día de hoy son su texto más leído a nivel global.
¿Y qué tienen de especial las Feynman Lectures on Physics? Pues nada. Y
todo.
El contenido es interesante, pero se asemeja mucho al contenido de muchos
otros libros (de texto normalmente) sobre física, por lo menos a día de hoy.
Entonces, si no es el contenido, ¿qué es? Pues como en los chistes y en las
películas: la forma de contarlo al final lo es todo. Feynman hizo uso de su
carisma, de su pasión por la física y por el aprendizaje, y de su sencillez y
cercanía para explicar conceptos difíciles de forma sencilla, con ejemplos del
mundo real (¡como el del Everest!) y de manera que no se tratara solo de
memorizar una serie de hechos y vomitarlos después en un examen, sino que se
tratara de entender los conceptos y de asimilarlos e incluso de dudar de ellos,
de hacerse preguntas. ¿Acaso la ciencia no es eso, hacerse preguntas? También
le parecía importante que se pudiera experimentar (¡como cuando yo me di cuenta
de lo de las cuestas y las fuerzas conservativas!). ¿Ves por dónde voy?
Al final da igual que seas un Premio Nobel, un padre o madre como
cualquier otro, una mujer normal de sonrisa tímida o un profesor de problemas
de la carrera como Irene o como Xabi (a los que considero de los mejores
profesores que he tenido y con los que he aprendido de física y de mucho más).
Lo importante va mucho más allá de tus conocimientos sobre lo que estás
enseñando, aunque estos también sean importantes.
Las Feynman Lectures on Physics son y seguirán siendo fundamentales en la
enseñanza de la física no por lo que enseñan, sino porque al leerlas te quedas
pegado de lo mucho que mola lo que te están contando. Llegas a la explicación
del trabajo y del campo conservativo, como hice yo cuando mi padre me las
regaló aquellas navidades, y dices “joe, ¡si yo pensaba que ya lo había
entendido todo de esto y me queda mucho más aún por descubrir!”
Porque al final, lo importante de un libro de texto, de un profesor, de
un divulgador; lo importante de una persona que quiere contarte algo, ya sea
electrodinámica cuántica o una historieta, son dos cosas: que le interese de
verdad lo que está contando y que se preocupe de verdad porque la otra persona
lo entienda. Además, ese ejercicio de comunicación y de empatía nos hace
siempre ver el mundo de otra manera, con todo lo bueno que eso conlleva.
Por todo eso, muchas gracias a Marisa, a papá y a mamá, a Irene, a Xabi, y a todos los demás profesores, comunicadores y divulgadores, que, como Feynman, supieron hacernos amar la física y muchas cosas más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario