Abro un cuaderno enmudecido
por los años en un cajón y encontrado, como suele ocurrir, al vencer la pereza
y ordenar parte de mis recuerdos. Leo: “Cuántas realidades distintas conviven
al mismo tiempo en este mundo… Y cuántas nos esperarán más allá de nosotros
mismos…”. Lo escribí así; esperarán. No esperan. Supongo que ya entonces
pensaba que el futuro no es algo escrito, sino que lo construimos entre
nosotros y los azares cuánticos y clásicos.
Pero no
sólo las realidades son múltiples; también, y sobre todo, lo son sus
experiencias. Qué diferente es abrir un libro en la juventud, con el misterio
como compañero, con las ansias del descubrimiento, frente a hacerlo años más
tarde, como visitando a un viejo amigo, buscando quizá esa complicidad. Y
añorando, probablemente, esa chispa de excitación que a veces vuelve, de
repente, como un calambre instantáneo. ¿No te ha pasado a ti? Estás haciendo
algo, cualquier cosa, y hueles casualmente un aroma que, de repente, te
transporta a un recuerdo, ahora vívido, de tu niñez. Un aroma, una canción, un
paisaje, un rostro…
Fig. 1 …, un camino…
De entre
el muestrario de desencadenantes de estos momentos, los libros ocupan un puesto
destacado. Los libros físicos, me refiero. Tienen tacto, huelen y tienen la
bendita manía de aparecer en cualquier esquina de cualquier estantería de
cualquier pequeña tienda de cualquier callejón ignoto… Detrás del polvo, a
veces surgen verdaderas joyas, alimento de mente y alma.
Centrándonos
en la Física, ese valioso hallazgo fortuito me ha sucedido varias veces. Me
ocurrió con uno de los libros más maravillosos que he leído, “El Alma de la
Noche”, de Chet Raymo. Y me ocurrió también, lo que es el hilo común de este
libro, con las “Lectures” de Feynman; en este caso, en un viejo archivo a punto
de renovarse, con su depósito camino del reciclado. Rescaté esos tres volúmenes
rojos bilingües, el primero en un estado muy dudoso, como quien se encuentra a
un viejo conocido y le abre su hogar para darle calor y cariño. Y aquí siguen.
No insistiré una vez más en su valor pedagógico, el resto de capítulos hacen
sobradamente ese trabajo; tampoco añadiré más alabanzas a la personalidad de su
autor. Me quedo con su conocida invitación a profundizar en el conocimiento y
la certeza de que éste no le quita un ápice de belleza al misterio1.
Fig. 2 Un hallazgo fortuito.
Afortunadamente,
no fue una isla; otras y otros han continuado y amplificado el mensaje,
personas que se han convertido en amistades platónicas duraderas. Carl Sagan
fue el primero de estos amigos; el último en unirse ha sido Carlo Rovelli. Y
miro atrás y siento con dolor el sesgo de género, el difícil acceso a la
publicación masiva que han sufrido las mujeres. Cuántos textos maravillosos me
he perdido al no poder leerlas, cuántas inspiraciones nos han sido robadas…
Fig. 3 … y también Rovelli.
Inspiración.
Al recurso de las “Seis piezas fáciles”, de Feynman, he pasado con mi alumnado
a añadir fragmentos de “Siete lecciones de Física” de Rovelli. Feynman más
preciso y metódico; Rovelli más poético y empático. El misterio y la capacidad
de comprenderlo siempre es algo que nos remueve por dentro. Pero, sobre todo,
el espacio para la introspección y la reflexión, y los modos de hacerlo, muy
lejanos del academicismo puro y de la rigidez habitual que la inercia tiende a
imponer en la educación reglada. En las ocasiones en las que he hecho una
lectura presencial, realmente no tiene precio el poder ver las respuestas de
los estudiantes cuando leen frases como “Si no se pierde el tiempo no se llega
a ningún sitio, algo que los padres de los adolescentes olvidan a menudo.” (y
nosotros, profesores y profesoras, añadiría yo), o también “(…) y a ratos
perdidos asistía a clases en la Universidad de Pavía: por diversión, sin
matricularse ni hacer exámenes. Es así como se llega a ser científico en
serio”. Los y las docentes tenemos una gran responsabilidad. Más en cuanto el
mundo cambia más rápido que nunca y nos encontramos con situaciones que en
otras épocas eran inimaginables. Espero que no parezca que me miro el ombligo
al decir que pienso que nuestra profesión no ha sido nunca tan complicada como
ahora, cuando nuestros referentes clásicos en didáctica y pedagogía pertenecen
ya a otra realidad, y la organización, los espacios y los currículos actuales
se transforman mucho más lentamente de lo que lo hace la sociedad. Esto no es
nuevo, pero la contradicción evidente no puede sostenerse por mucho más tiempo.
A pesar de todo, la necesidad del libre pensamiento y del espíritu crítico
sigue vigente, y en eso la herencia de los clásicos no pierde su valor: “Una de
las grandes -si no la mayor - tragedia del hombre moderno”, decía Paolo Freire
en el siglo pasado, “es que hoy, dominado por los mitos y dirigido por la
publicidad organizada, ideológica o no, renuncia cada vez más, sin saberlo, a
su capacidad de decidir”. En ese sentido, añadía “Es necesario desarrollar una
pedagogía de la pregunta. Siempre estamos aplicando una pedagogía de la
respuesta: los docentes contestan a preguntas que el alumnado no ha hecho”. ¿No
es ese el proceder científico? De la importancia de la pedagogía, daba muestras
Feynman cuando indicaba que la mejor manera de aprender es enseñar.
Cuando
vamos creciendo, el tiempo para pensar, para dejar que las ideas y los
sentimientos entren en nosotros, es muy importante. A menudo nuestros recuerdos
se fundamentan en esos momentos. Y, al menos a mí me pasa, a menudo también
desaparecen y se recuperan cuando ya tienes una cierta edad. A los 20, a los
30, descansaban en algún lugar olvidado de mi cabeza. Luego aparecen, como he
descrito antes, y se vuelven claros; no sé si hay algo de construcción en
ellos, pero también hay mucha verdad. “Un científico”, tengo escrito en otra
libreta, “no es alguien que se dedica a la ciencia profesionalmente, es aquel
que piensa científicamente”. De nuevo Feynman: La física no es sólo una
asignatura, es una forma de pensar.
Los
inicios de mi gusanillo, con Carl Sagan revoloteando continuamente alrededor,
los rememoro con una conversación con mi hermano, en la oscuridad nocturna de
nuestro cuarto, viendo las estrellas que se colaban por la ventana entreabierta
(¡en aquella época aún se veían desde el centro de Huesca!), hablando de sus
colores y de su razón de ser; con aquel mi primer libro de Asimov (un libro,
siempre un libro) “El Universo”, de Alianza Editorial, donde lo leería también;
los rememoro con mis padres, regalándome la maravillosa “Guía del Firmamento”
de José Luis Comellas, después de pasarme meses entrando en La Casa de las
Novelas a admirarlo; con un coleccionable rojo de Astronomía que compraba todas
las semanas; con aquellos primeros artículos del Investigación y Ciencia; con
una dedicatoria a mi hermana, que se marchaba, en el libro de Kuhn sobre las
revoluciones científicas, escrita con amor y trazada en espiral…
Fig. 4 Mis tesoros.
Somos
hijos de nuestra época y de nuestras circunstancias. A menudo me pregunto lo
distinto que podría haber sido todo si hubiera ocurrido ahora, no en los años
70 y 80, o si hubiéramos tenido mayor o menor poder adquisitivo, o más opciones
de tiempo libre u otro tipo de amigos, o si no hubieran estrenado Star Wars…
Sí, el
cine. ¡Qué otro papel tan importante! A menudo no consideramos en su justa
medida la influencia de la cultura popular. No hablo de cualquier influencia,
hablo de una profunda, que nos ayuda a crecer como personas y a tomar
decisiones. ¡Cuántas científicas y científicos tienen un bagaje de lecturas y
visionados de ciencia ficción y de fantasía notablemente alto! No es un causa y
efecto, desde luego, pero tampoco hay que ser una IA para apreciar cierto tipo
de patrón aquí.
Más
adelante, vamos creciendo y el mundo se vuelve más complejo. Pasamos de un
mundo abierto, lleno de opciones y de futuros no escritos, a otro de urgencias,
situaciones y contextos que requieren nuestra atención inmediata. ¿Conseguimos
compaginarlo con el seguir soñando? A veces es muy difícil. La Universidad, por
ejemplo, se vuelve algo concreto, no un lugar idealizado y, a menudo, la
dictadura del día a día nos produce desencanto. Feynman lo describía muy bien
en la introducción de sus Lectures, a propósito de la carrera de Física: (…) muchos de ellos se
sentían descorazonados porque realmente se les presentaban muy pocas ideas
geniales, nuevas o interesantes. Se les hacía estudiar planos inclinados,
electrostática, y cuestiones por el estilo, y después de dos años era como para
volverse tonto. ¡Qué fácil es que la llama
de la ilusión pierda brillo en esas circunstancias! Pero bueno, aunque vengan
curvas, más adelante, ya sea a orillas de la carretera o tomando algún camino,
nos esperan paisajes dignos de verse. Y de adentrarnos en ellos.
En el
proceso, silenciosamente, algunas personas cuidan de nosotros. Estarán cerca o
a cientos de kilómetros, pero sabemos que están allí; muchas veces ni hablamos
en mucho tiempo o hablamos menos de lo que quisiéramos, pues el ritmo de
nuestros días y nuestras noches tiene sus propias inercias. Familia, pareja,
amigos… Están allí, en algún lugar, dando fuerza a nuestros corazones, cuando
llega el desencanto o el cansancio, en nuestros estudios, en nuestros trabajos.
“Mi pueblo es tan pequeño que cabe en mi corazón”, se leía en una de las
escenas de la película argentina En un Lugar del Mundo. En el periodo
universitario y en los primeros años de trabajo, mi pueblo fue mi madre, ya viuda.
Nunca pidió nada. Y dio todo lo que tuvo. El resto, como diría Einstein, son
detalles.
Finalmente,
llega un momento en el que tu generación no es la que crece, es la siguiente la
que lo está haciendo. Y esos mundos que antes en parte te pertenecían y que en
parte volaban más allá de ti, son ahora paisajes y promesas nacientes que
compartir. Mirar de nuevo, mirar con otros ojos limpios, recuperar emociones y
descubrir nuevos misterios ante los que maravillarse. Toda esa felicidad se la
debemos a nuestros hijos. A mi hija.
Fig. 5 Un firmamento por descubrir.
Me doy
cuenta de que estoy hablando de generaciones y de legado. Abuelas y abuelos,
madres y padres, hijas e hijos. Y docentes y estudiantes. Y es que este texto
orbita precisamente sobre ello. Porque un papel de la ciencia es el del progreso,
el descubrimiento y el bienestar de todas nosotras y nosotros. Pero otro, no
menos importante, y compartido con las Artes, es el Legado, el fluir de lo que
nos hace humanos, nuestras experiencias y nuestro conocimiento y la apertura, y
al mismo tiempo el espíritu crítico ante lo que está por venir y ante nosotros
mismos. Ese bien inmaterial que hace de nuestro mundo nuestro mundo, aunque
nosotros no seamos los mismos y el mundo no sea el mismo mundo, año tras año,
generación tras generación. Aunque a día de hoy, en el año 2024, ni uno solo de
los más de 8000 millones de humanos existiera en el 1900, cuando estaban
aproximándose las revoluciones cuántica y relativista, cuando ni uno solo de
aquellos hombres y mujeres que lo iniciaron están hoy vivos. Y seguimos
sintiéndola como nuestra obra, del mismo modo que cuando vemos antiguos restos
de viejas civilizaciones o hermosas obras de arte de siglos pasados, nos
sentimos reflejados. Nuestra alma está en nuestro pasado y lo seguirá estando
en nuestro futuro. Pero no ocurre solo y debemos trabajar duro para ello. En un
mundo como el actual, donde guerras, hambres y otras aberraciones asolan a
buena parte de nosotros, con la acción de unos y el beneplácito y la omisión de
otros, parece fácil olvidarlo y perder la esperanza. Olvidamos con facilidad y
volvemos a cometer los mismos errores una y otra vez; justo lo contrario de lo
que la ciencia debería recordarnos, que no es sino que el error es fundamental,
y que hacer ciencia es recordar lo anterior y poner en duda los dogmas para no
perpetuar lo que no debe ser.
¿Por qué
nos dividimos? ¿Por qué nos enfrentamos?
Quizá
cuando vayamos a las estrellas, cuando nuestros mares sean nuestros cielos y
escribamos “aquí hay dragones” con balizas interestelares, miremos atrás y
veamos cuán grande y preciosa es nuestra insignificancia.
No pierdo
la esperanza.
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