La historia de cómo me adentré en el mundo de la
ciencia en general y la física en particular no tiene nada de épica. Nunca fui
el niño que miraba a las estrellas ni el que resolvía complejos problemas
matemáticos ante la atónita mirada de los adultos. Más allá de formular la
pregunta científica por antonomasia, “¿por
qué?”, ante cada situación de la vida cotidiana hasta agotar la inmensa
paciencia de mis padres, nadie adivinaba por dónde irían mis intereses. Siempre
fui un niño de lo más normal, un niño del montón.
Me levantaba perezoso a las 7am y después de pasar
las correspondientes largas ocho horas en el colegio, hacía en casa las
exageradas montañas de tarea diaria que mandaban para las ocho asignaturas
impartidas ese día. Siempre he pensado que estas jornadas eran demasiado para
un niño de educación primaria.
Ya en la ESO, los exámenes siempre los pasé sin
mayor problema. Recuerdo estar en la habitación dándole la chapa a las paredes
una y otra vez recitando las consecuencias económicas de la Segunda Guerra
Mundial, las propiedades de las células eucariotas o las relaciones (nada
evidentes para mí a día de hoy) entre el cubismo de Picasso y la obra Crónica de una muerte anunciada de
García Márquez. Todo el tiempo y el esfuerzo invertidos en la técnica de
repetir como un papagayo me hicieron salir airoso de un defectuoso sistema
educativo.
Quizás en oposición a esto, siempre me gustaron
matemáticas y física. Aunque desde luego no era la opinión más popular, siempre
sentí que, entre todas, había dos asignaturas cuyo aprendizaje no me lo
planteaba como una repetición hasta la saciedad de un guion que olvidaría a los
dos días. Encontraba satisfacción en que el estudio de estas materias se basaba
en resolver el puzzle lógico que se escondía tras los enunciados de los
ejercicios de trigonometría o planos inclinados y que, además, los resultados
pudieran comprobarse correctos o no si entendía lo que estaba haciendo.
Entendiendo el temario, sabía que un ejercicio bien resuelto no puede dar que
un bloque cayendo por una rampa viaja más rápido que la velocidad de la luz en
el vacío o que el coseno del ángulo que forman dos rectas es superior a uno.
El poco tiempo libre que el sistema educativo me
dejaba, lo aprovechaba para estar con mis amigos, hablando y haciendo el tonto
mientras comíamos pipas en un banco del parque. Aunque el resto del grupo
jugaba a fútbol, yo odio el fútbol y, encima, se me da fatal. Siempre tuve
mucho más interés por la vida social, hacer nuevos amigos y amigas con los que
charlar, sobre todo amigos, aunque eso, por aquel entonces, no me atrevía a
decirlo.
Después de dejar la ESO atrás, llegó el
bachillerato. Nuevo colegio, nuevas caras y al final del camino la selectividad
y un sistema que te obliga a decidir tu futuro con bastante prisa. Pasé de
decidir qué cereales quería que me comprase mi madre en el súper a tener que
elegir cuál sería la formación académica que diseñaría el resto de mi vida.
Estas cosas me ponían nerviosísimo porque pensaba que si me equivocaba la iba a
liar para siempre y habría echado todo a perder. El tiempo me ha enseñado a
redimensionar ese estrés y a entender que no todo es tan dramático ni
definitivo. Pero, por aquel entonces, sentía lo que sentía todo el mundo. Ya he
dicho que era una persona del montón, como otra cualquiera.
Por suerte, en ese nuevo colegio di con un profesor
que hizo más fácil esa decisión, quizás hasta tal punto que la determinó, C.P.
La física que nos enseñaba era cada vez más complicada y requería mayor tiempo
de asimilación, pero me gustaba hacer ese esfuerzo extra. Podía decir que
realmente tenía ganas de que llegase la siguiente clase de física. C.P. era
afable y comprensivo en el trato, pero implacable con tu manera de hablar de
física; realmente tenías que ir preparado y eso me dio una base muy buena. Toda
mi obsesión por el análisis dimensional (esto es, chequear las dimensiones de
las cantidades físicas, i.e., el
tiempo en un ejercicio tiene que salir en segundos y no en metros) también
viene de él, algo que mis estudiantes sufren a día de hoy.
En cada clase aprendía algo nuevo, pero recuerdo una
en especial. Un ejercicio simple durante una clase me supuso un cambio en mi
manera de pensar en la asignatura. El
experimento de la gota de aceite quizás sea la razón por la que elegí la
carrera de Física. La explicación de este experimento combina, por un lado, la
física de Newton que aprendíamos para resolver cómo un bloque cae por un plano
inclinado, con aquella que describe los fenómenos electrostáticos. Ambos
aspectos de la física estaban completamente separados para mí hasta ese
momento. Y no sólo eso, sino que en esa clase aprendí también cómo aplicando
física realmente básica se logró determinar una propiedad fundamental e
inherente de una partícula subatómica como es la carga eléctrica del electrón.
Una conexión fascinante entre dos mundos.
Espero conseguir transmitiros en los próximos
párrafos el entusiasmo que viví durante esa clase y que os contagiéis de
aquello que sentí al estudiar cómo la física conecta lo más mundano con lo más
fundamental. He aquí mi homenaje al experimento
de la gota de aceite de Robert Milikan y, aún más importante, a todos los
C.P. que llenan colegios e institutos:
En 1897, el Premio Nobel de Física J.J. Thomson (Cambridge 1856), tras
sus investigaciones sobre los rayos catódicos (compuestos de electrones), había
determinado que los electrones poseen carga negativa y, además, la relación
entre su carga y su masa al observar la desviación que estas partículas sufrían
en presencia de un campo magnético. Lo que con su experimento no pudo
determinar fue la carga eléctrica y la masa por separado, es decir, no supo
decir cuánta carga eléctrica tiene un electrón ni cuál es su masa, pero sí la
división entre ellas.
La obtención del valor fundamental de la carga del electrón no fue
posible hasta 1912, con el experimento conocido como el experimento de la gota de aceite, llevado a cabo por Robert
Millikan (California, 1868) y su estudiante Harvey Fletcher (Utah, 1884), por el
que Millikan fue galardonado con el Premio Nobel de Física en 1923.
Evidentemente, no podían extraer un electrón de un átomo y medir
directamente su carga. Por lo tanto, Millikan y Fletcher idearon una novedosa
técnica para obtener la carga electrónica: tratarían de equilibrar la fuerza
eléctrica que partículas cargadas experimentan en presencia de un campo
eléctrico con la fuerza gravitatoria actuando sobre estas partículas en caída
libre. Dado que la fuerza eléctrica sobre una partícula está directamente
relacionada con el valor de su carga eléctrica, podrían obtener la cantidad
deseada. En los siguientes párrafos, explicaré esta idea con más detalle.
Inicialmente, Millikan y Fletcher intentaron utilizar gotas de agua, pero
encontraron un problema en el experimento: al someterlas a altas energías
eléctricas, las gotas de agua se evaporaban. Fue entonces cuando Millikan
propuso el uso de aceite, que, a diferencia del agua, no se evaporaría. En
1907, pusieron en marcha el experimento que años más tarde arrojaría la primera
medida de la carga electrónica en la historia.
El sofisticado aparato con el que realizaron el experimento está dibujado
de manera esquemática en la figura 1 y en las próximas líneas describiremos las
distintas partes que lo componen y el recorrido de una de las gotas de aceite a
través de él. Prescindiendo de detalles técnicos y matemáticos, espero haceros
ver aquello que tanto me fascinó durante esa clase de bachillerato: cómo física
realmente básica, de la que se estudia en la escuela, pudo arrojar luz sobre
los aspectos más fundamentales de la naturaleza.
Fig.1 Representación
esquemática del aparato con el que se desarrolló el experimento de la gota de
aceite por Milikan y Fletcher en 1907. © Augusto Beléndez, artículo en OpenMind
BBVA: https://www.bbvaopenmind.com/ciencia/fisica/millikan-el-fisico-que-llego-a-ver-el-electron/
Todo empieza en el atomizador, un artefacto que todo el mundo hemos
utilizado alguna vez en nuestras vidas, presente tanto en un bote de perfume
como en una botella de un producto limpiacristales para esparcir por el aire el
líquido del interior. Su objetivo en este experimento es pulverizar una pequeña
dosis de aceite formando minúsculas gotas y lanzarlas dentro de una cámara
donde, bajo los efectos de la gravedad, comenzarán a caer.
Estas pequeñas gotas, que idealmente son diminutas esferas, empiezan a
caer libremente en la cámara, pero
sólo algunas llegarán, a través de un pequeño orificio, a la siguiente cabina,
donde se realizan las medidas del experimento en presencia de un campo
eléctrico. El objetivo, como veremos, es estudiar gotas individuales por lo que
este agujero actúa como filtro sobre la nube de gotas esparcidas en la primera
cámara.
Sin entrar en mucho detalle,
reconoceré que no es cierto que las gotas caigan libres, esto significa bajo el
único efecto de la gravedad. Las gotas caen inmersas en el interior de un
fluido, el aire, por lo que existe otra fuerza sobre la gota debido a la
viscosidad del fluido. Esta fuerza no es despreciable y resulta importante para
determinar la masa de la gota de aceite. El hablar de este tipo de fuerzas
requeriría otro texto aparte y, para el experimento que nos ocupa, no supone
ningún añadido conceptual, por lo que simplemente reconoceré que existe y que
con ella puede obtenerse la masa de la gota. A partir de ahora, la fuerza
debido a la viscosidad del aire no volverá a ser mencionada.
Justo al cruzar la abertura, las gotas de aceite se adentran en la
segunda cámara, delimitada por las placas de un condensador (signos positivos y
negativos de la figura 1) que generan un campo eléctrico constante entre ellas.
La idea de campo eléctrico y cómo éste afecta a las partículas cargadas, puede
ser algo abstracta, pero en el próximo párrafo intentaré acercaros a este
concepto.
La física se encarga de hacer comprensibles conceptos abstractos,
simplificar lo complejo y hacer visible lo que es oscuro, proporcionando
explicaciones. Cuando estas explicaciones necesitan ser comunicadas al público
general, perteneciente a un ámbito no académico, surge la divulgación
científica. Indudablemente, uno de los mayores divulgadores de ciencia del
siglo XX es Richard Feynman. Si bien es bastante difícil dejar de señalar la
flagrante misoginia que desprenden los textos que él mismo escribe sobre las
aventuras en sus investigaciones, impensable a día de hoy gracias a la
incansable lucha feminista, me centraré en el tema que nos ocupa. En su capítulo
2 de Seis piezas fáciles, Feynman
desarrolla para su público una impecable intuición sobre el concepto de campo
eléctrico en contraposición a la “inadecuada” idea de que una carga atrae a
otra de signo contraria mágicamente, sin ninguna explicación para esa
interacción. En su lugar, asumimos que una carga positiva condiciona el espacio
que la rodea de tal manera que, al situarse una carga negativa en ese espacio
distorsionado, ésta siente una atracción hacia la positiva. La potencialidad de
producir esa fuerza atractiva se denomina campo eléctrico. La idea es la misma
que imaginar dos corchos en una piscina. Aunque los dos corchos nunca estén en
contacto directo, podemos agitar uno de ellos produciendo movimiento en el
otro. La agitación de uno de los corchos distorsiona a su alrededor el agua de
la piscina y se propagan ondas que inducen un desplazamiento en el segundo
corcho. Por consiguiente, la idea de atracción directa ha de ser reemplazada
por la existencia del agua de la piscina en este símil, o la idea de campo
eléctrico cuando en lugar de dos corchos tenemos dos cargas eléctricas.
Superado este impasse para
tratar de introducir la noción de campo eléctrico, volvemos al experimento de
Milikan. Nos habíamos quedado en cómo nuestra gota de aceite atraviesa una
pequeña abertura para entrar en la cámara donde hay un campo eléctrico. Pues
bien, en esta cámara hay, además, una región irradiada con rayos X, como se
señala en la figura 1 con la flecha roja, donde las gotas se cargan
eléctricamente. Los rayos X son un tipo de radiación electromagnética de tan
alta energía que son capaces de arrancar electrones de las moléculas de aire de
la zona irradiada. Estos electrones pueden ser captados por las gotas de aceite
que previamente eran neutras, y así éstas adquieren carga. Y no cualquier carga
sino exactamente la carga del número de electrones que capten. Si una gota
capta un electrón, adquirirá una carga igual a la del electrón; si capta dos
electrones, adquirirá la carga del electrón multiplicada por dos, y así
sucesivamente.
Una vez cargadas, las gotas de aceite pueden sentir la fuerza eléctrica y
llegamos a la fase final del experimento. El campo eléctrico que se produce
entre las dos placas paralelas del experimento de Milikan (señaladas con signos
positivo y negativo en la figura 1), está dispuesto de tal manera que una carga
negativa experimenta una fuerza eléctrica hacia arriba. Además, Milikan podía
regular la intensidad del campo eléctrico en su experimento, pudiendo ejercer
más o menos fuerza eléctrica sobre la carga. Cuanto más intenso sea el campo
eléctrico, mayor será la fuerza eléctrica que experimenta la carga.
Así, en esta última región hay dos fuerzas actuando sobre la gota de
aceite cargada negativamente: la fuerza eléctrica que empuja la gota hacia
arriba y la fuerza de la gravedad que empuja la gota hacia abajo. El resultado
total del movimiento vendrá determinado por cuál es la fuerza más intensa.
Imaginad el juego de la cuerda, sokatira
para aquellos que hemos nacido en el norte, donde hay dos equipos que tiran
simultáneamente de una cuerda desde dos lados, que llamaremos izquierda y
derecha. Si el equipo de la izquierda tira de la cuerda con más fuerza que el
equipo de la derecha, los dos equipos se moverán hacia la izquierda a la vez.
Si, por el contrario, es el equipo de la derecha el que empuja con más fuerza,
los dos equipos se desplazarán como un conjunto hacia la derecha. Si ambos
equipos tirasen exactamente con la misma fuerza, se mantendrían inmóviles y no
habría movimiento en general. Esto es lo que experimenta la gota de aceite, un sokatira entre la fuerza de la gravedad
y la eléctrica.
Así, el objetivo del experimento era observar a través del microscopio
una gota de aceite en particular e ir variando la intensidad del campo
eléctrico hasta que la gota se quede flotando en equilibrio. En ese momento en
que la gota de aceite flota y no se mueve ni hacia arriba ni hacia abajo, la
fuerza de la gravedad es exactamente igual que la fuerza eléctrica. La fuerza
gravitatoria sólo depende de la masa de la gota y puede medirse en el
experimento como he dicho antes. La fuerza eléctrica únicamente depende del
valor del campo eléctrico y la carga eléctrica. Por tanto, de esta igualdad de
fuerzas
m · g = q · E → q = m · g / E
donde g es la constante de
gravitación sobre la superficie terrestre bien conocida g = 9.8 m / s2,
se extrae el valor deseado.
Milikan realizó múltiples mediciones en distintas gotas de aceite y
observó que la carga de cada una no era arbitraria, sino un múltiplo de una
cantidad fundamental: la carga eléctrica del electrón. Fue así como Milikan y
Fletcher lograron, por primera vez en la historia, determinar este valor, que
resultó ser q = 1.602 · 10-19
c. La c significa “coulombios” y es una unidad para medir cargas
eléctricas.
Han pasado casi quince años desde aquella clase y me
encuentro terminando un doctorado en física de partículas. Intento entender
algunos de los misterios del bosón de Higgs, la partícula responsable de dotar
de masa a las partículas elementales como el electrón. Que me dedique a
investigar una partícula que da origen a la masa, otra propiedad fundamental e
inherente de las partículas, no sé si será casualidad.
Como no puede ser de otra manera, soy un
investigador del montón y soy bastante feliz. Soy de ese montón bueno que a los
niños de los 90 nos describió Emilio en la divertida escena de Aquí no hay quien viva donde clasificaba
con su característico tono casposo y machista a su novia Belén como “medio guapa y medio lista” en
contraposición con Alicia “que está más buena,
pero es tonta” y Lucía “que es más
lista y está más buena”. Esta última era del selecto montón “que te cagas”.
Yo soy Belén. Vivo feliz pensando en cómo resolver
los problemas que plantea mi proyecto de tesis jugando con modelos y ecuaciones
sin sentir la presión del montón que te
cagas, saliendo de fiesta y construyendo, poco a poco, el futuro que puedo
y con quien quiero. Me preocupa cero la validación del Emilio de turno, pero en
cambio me preocupa el calentamiento global y sus consecuencias, me preocupa la
reconfiguración en Europa de la extrema derecha, enemiga de la Ciencia libre y
el progreso, y me preocupan los insoportables feminicidios con los que
despertamos cada mañana, los delitos contra el colectivo LGTBI, el acceso a la
vivienda y la angustiosa precariedad laboral en mi país.
No soy para nada la idea de genio que puede que os
hayan vendido del investigador, ni hace falta serlo para desempeñar bien mi
trabajo. Estoy seguro de que todos mis éxitos pueden conseguirlos también los
lectores y lectoras de este texto, ya que los he ganado con mucho esfuerzo y
algo de suerte, al igual que el resto. Soy físico, un físico feliz, un físico
del montón. Del montón bueno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario