miércoles, 3 de abril de 2024

Mi relación con F..., con la Física - Jesús Martínez Asencio

Capítulo 34

Mi relación con F..., con la Física.
(Por Jesús Martínez Asencio)






Mi relación con el genio de la física cuántica Richard Feynman es, digamos… un tanto singular y peculiar. Somos como dos personas que, a lo largo del tiempo, se cruzan en numerosas ocasiones y nunca se atreven a saludarse. Como dos personas que, al final, se llegan a conocer, pero tarde y no bajo las condiciones óptimas. Y que, como ocurre hasta con las parejas mejor avenidas del planeta, a veces se desencantan, se distancian y pasan una temporada sin hablarse. Vamos, como aquellas parejas que, aunque sienten estar conectadas, se dan un tiempo. Expresión que, en términos de nuestro corrillo científico, es poco menos que una pesada broma cuanticorelativista.

Pero para entender esta historia, necesitamos introducir un poquito de contexto. Y ese contexto viene a ser no otra cosa que mi relación con la física en sí misma.

Comencemos por el principio.

“¿Qué quieres ser de mayor…?”. Esta pregunta nos sonará a muchos y muchas. Es la que, sin excepción, todos nos hemos hecho alguna vez durante nuestra infancia. Bueno… a ver… todos salvo el Rey Felipe, que no es que tuviera mucho margen. Pero ya me entendéis.

Esto viene al hilo de que, el pasado 6 de enero, recibí un regalo de Reyes tan inesperado como especial. Mi madre se sacó de la manga una polvorienta caja que a saber dónde estaría guardada, ya que no la había visto en mi vida. Me la da. La abro. Y en su interior, un sobre grueso. En cuyo anverso se podía leer en una perfecta letra estilográfica: “infancia Jesús”. Abro el sobre, con la mala suerte de que se abre del revés. Y sobre mí se desparraman decenas de fotos de todos los tamaños y resoluciones. Fotos mías desde que era apenas un amorfo recién nacido hasta que llevaba el pelo de seta… hacia mis 3 años aproximadamente. Eran fotos que no había visto jamás. De hecho, la foto más antigua que conocía que andaba por los portarretratos de casa era una de cuando tenía 3 años. Y claro… si esa era la más antigua… yo ya me empezaba a preguntar cosas. Pero tranquilidad. Porque tras este episodio del sobre y un muestreo estadístico significativo con fotos de un chaval que se parecía a mí, duda disipada e hipótesis descartada.

Entre todas esas fotos, había una temática que se repetía más de lo normal: el espacio. Que si disfraz de astronauta para carnavales del colegio, que si muñeco de Buzz Lightyear, que si estrellas fluorescentes en el techo, que si puzle 3D de la nave Apollo 11...

Mi madre me comentó que yo de pequeño decía que quería ser astronauta… trabajar en la NASA. Y señalaba mucho al cielo. Que tenía toda la pinta de que, de mayor, sería científico. Lo cual me dejó en shock anafiláctico cuanto menos. Porque yo no solamente no recuerdo en absoluto ni un resquicio de aquel fervor espacial infantil que habitaba en mí. Sino que yo, “de mayor”, quería ser de todo menos científico. Eso para nada entraba en mis planes. Dicha revelación me llevó a una nueva hipótesis: puede ser que antes de mis 3 años, mi madre y otra señora intercambiaran niños sin querer en un parque de bolas. Lo cual, explicaría todo y reabriría el caso de mi anterior hipótesis recién puesta en el cajón. Pero mejor depositemos la explicación en un tecnicismo de las neurociencias llamado “amnesia infantil”. Que, por alguna razón que involucra al hipotálamo, provoca que nadie recuerde nada de lo que le ocurrió antes de los 3 años. Y, si alguien lo recuerda, probablemente se traten de memorias inventadas o construidas a partir de anécdotas escuchadas aquí y allá.

La cuestión es que yo no recuerdo jamás que, durante mi infancia, se me pasara por la cabeza dedicarme a la ciencia. Lo que sí recuerdo es decir cosas como “¡De mayor quiero hacer fotocopias en el despacho de mi padre!” (ambición ante todo, muchachos). O cuando ya tenía más conocimiento, mi vocación oscilaba entre ser profesor de inglés, Power Ranger rojo o Entrenador Pokémon.

Fig. 1 Por si os preguntabais quienes eran: a la izquierda, Jason, el Power Ranger Rojo. A la derecha, Ash Ketchum, aspirante a Maestro Pokémon. Fueron los ídolos y referentes de más de uno que nos criamos en los 90.


Es más, no sólo NO tenía pinta de querer dedicarme a la ciencia, sino que esa conclusión, a medida que en el colegio e instituto iba escalando los peldaños del conocimiento, se me iba forjando y acentuando más y más. Una pista es que se me daban mal las ciencias. Bueno, corrijo. Se me daban como el **** culo.

A todo lo que involucraba “numeritos” le tenía puesta la cruz. Yo era feliz fluyendo con bastante soltura en mi mundo de la memorización, de los idiomas (que me encantan) y de los Pokémon. “¡Hasta luego, ciencia! ¡Ciao!” resonaban en mi cabeza prácticamente tras cada clase de “numeritos”. Hasta que algo sucedió.

Fue en primero de bachillerato. Una tarde. Diría que incluso un viernes. Había ganas de irnos y se interponía entre nosotros y el finde una clase de física. Entró el profesor y nos dio lo que tocaba en el temario: el “tiro parabólico”. Pero en esa ocasión, la clase no fue al uso. No fue de “numeritos”. Fue de coger objetos y experimentar, pensar, razonar… Fue de equivocarse, plantear, entender… Fue de “jugar y descubrir”. Escucharle explicarnos con una pasión inusitada en qué consistía el tiro parabólico; escucharle animarnos a entender lo que hacíamos, y escucharle decir que la física era más de jugar que de seguir recetas… no fue solamente motivador, sino también revelador.

Ese fue el día en el que quise, de (más) mayor, ser científico. Ese fue el día en el que me di cuenta de que las ciencias no eran recetas que decían que lo que estaba multiplicando pasaba dividiendo. Y ese fue el día en el que fui más consciente que nunca en lo severamente crucial que es tropezarte con un buen profesor que ama lo que hace y que lo transmite y comunica con pasión y con un puntito distintivo e ingenioso.

Aún no lo sabía, y lo descubrí hace poco, pero ese profesor se convertiría en “mi Richard Feynman”.

Gracias a esa clase, aquellas ecuaciones cuadráticas cobrarían sentido en mi cabeza más allá de ser un mero trámite que se resolvería usando la mítica fórmula de “x = -b +- raíz cuadrada de blablablá” y chimpún. Estaba decidido. A partir de entonces, esas ecuaciones me explicarían cosas del mundo que me rodea. Desde los pases de balón a la otra banda hasta las encarnizadas guerras de piedras que se libraban cada martes a las 15:00 en el descampado de detrás de casa.

Ahora había adquirido un superpoder (o así lo veía). Y como un gran poder conlleva una gran responsabilidad, me vi en la obligación de revisitar todo el temario visto hasta la fecha tanto de matemáticas como de física (química no tanto, lo siento). Para así empaparme de momentos eureka en diferido y “ponerme al día”.

Había desarrollado la capacidad de disfrutar de lo que en el pasado fueron “numeritos”.

Aprovechando el tirón y el subidón, decidí estudiar la carrera de Física (en la Universidad de Valencia) para así especializarme en el tiro parabólico. Pues vaya un ignorante… con todo lo “empoderado” que me sentía. Ahora lo pienso y me da entre risa y vergüenza. Bueno, sólo vergüenza. En fin, este era un pequeño secreto que pensaba llevarme a la tumba pero que ahora conocéis quienes estéis leyendo esto.

La carrera fue toda una montaña rusa de emociones, hayas desbloqueado el superpoder o no. Física no es una carrera fácil, vengas de donde vengas e independientemente de la motivación o nivel que traigas de casa. Física curte. Y más, en primero, el año escabechina. El Gran Filtro. En mi promoción, fuimos testigos de más bajas que en el Vietcon. De 120 matriculados acabamos 18, sólo digo eso.

Fig. 2 Facultad de Física de la Universitat de València (UV). Aquí, en el primer piso, nos curtieron.


Por eso, una pieza clave para enamorarte de una carrera que, per sé es compleja, es la figura del “enseñador”. Y de sus capacidades para comunicar y transmitir, está claro. En la carrera me he encontrado con comunicadores de todo tipo: desde los que explicaban asumiendo que todos los alumnos sabían lo que él ya sabía (lo cual, no solamente es tremendamente falso, sino además es absurdo) hasta los que yo llamaba “el profesor++”. Que eran aquellos que salías del aula ya con la lección aprendida a falta de repasar en casa y te dejaban con ganas de saber más. Uno de estos últimos es el tipo de “enseñador” que fue Richard Feynman. Lo que pasa es que yo aún no lo conocía.

Los últimos mohicanos de la física logramos avanzar hasta 3º de carrera. Y ahí fue cuando nos encontramos con una peliaguda asignatura troncal llamada “Mecánica Cuántica”. Siempre recordaré que el primer día de la asignatura, la profesora arrancó la clase con una frase: “Si crees que entiendes la mecánica cuántica, es que no entiendes la mecánica cuántica”. Frase del célebre, por cierto, del físico que protagoniza esta serie de relatos: Richard Feynman. Fue ahí cuando escuché su nombre por primera vez, pero no le di importancia. Lo tomé como quien cita una anecdótica (y supuesta) frase de Einstein.

Por suerte, esta profesora resultó ser, para mí, una profesora++. Y ayudó a que la asignatura y el temario se me hicieran bastante más llevaderos que lo que el valor esperado de la función de onda “Jesús” pronosticaba. El colapso, real y figurado, vino en el segundo cuatrimestre.

¿El motivo? Por desgracia llegó, a mi parecer, un profesor--. Totalmente caótico, introspectivo, desmotivador. Mi interés por aprobar la asignatura fue el mismo. Mi interés por disfrutar de lo que me contaban ya no tanto. Y se me hizo bola. Se nos hizo bola.

Y como los pocos mohicanos que llegamos a tercero éramos todos una piña, quedamos en que los correspondientes regalos de cumpleaños estarían relacionados con algo del temario que se nos atascase. Por eso de quitar hierro al asunto y tal. A un amigo le regalé el libro “Física cuántica para dummies”. Admito que, en un principio, se lo regalé en plan regalo de burla y coña. Pero os juro que con ese libro se aprende la base necesaria de cuántica. Es más, le sirvió para aprobar. Vamos, que al final casi lo donamos a la biblioteca del campus como una pequeña obra de caridad y benefi-ciencia, para guiar el buen devenir de futuros estudiantes igual de confusos y perdidos que nosotros.

Él a mí me regaló otro libro, pero sin ir de coña. Su título: “¿Está usted de broma, Señor Feynman?”. Con esta, eran ya dos las ocasiones que ese nombre se cruzaba en mi vida. El motivo del regalo, según mi amigo, fue que mediante su lectura me inspirara a través de las historias y ocurrencias de ese peculiar físico dedicada en cuerpo y alma a la cuántica. Me pareció un regalazo. Y pensé que quizá, gracias a ello, le perdería el asco y el desapego que me estaba empezando a ocasionar este segundo asalto de la dichosa asignatura.

Fig. 3 A la izquierda, el regalo que hice. A la derecha, el que me hicieron.


Así que esa misma noche abrí el libro dispuesto a experimentar una revelación mariana cambiavidas, digna de una charla TED. Y comencé a leerlo.

Primer capítulo: pude intuir en su protagonista, Richard Feynman, que se trataba de una persona altamente interesante. De mente inquieta, ingeniosa, con un pensamiento lateral y divergente del que le gustaba hacer gala. Con un puntito ácrata que daba como resultado una buena mezcla. El personaje prometía. Me caía bien.

Capítulo 2 y 3 (de un total de 5): me cansé del personaje. Ese pensamiento ocurrente y esa personalidad audaz y perspicaz que al comienzo me parecía divertida, me acabó desgastando. ¿Por qué? Porque me dio la sensación de que a esa persona le gustaba demasiado escucharse a sí mismo y hacer gala de su superioridad intelectual. O sea… ya no me caía tan bien Richard Feynman. De hecho, me parecía una persona bastante insoportable, arrogante, chula, prepotente, engreída, insolente, desafiante, jugador, mujeriego e irrespetuoso con según qué comentarios, gentes y situaciones. Vamos, un flipao de manual. Y eso es un rasgo de la personalidad con el que no sé conectar y que siempre me distancia y provoca rechazo.

Así que me distancié también del libro. Lo dejé a mitad y no lo terminé.

Al cabo de unos días le digo a mi amigo:

- Oye, el otro día me empecé a leer el libro.

- “¿Y qué tal? ¡Vaya crack el Feynman, ¿eh?! ¡Cómo vacila al personal!

- Pues a mí me parece que tiene una actitud de imbécil redomado.

Y esa fue toda mi review del libro y de su persona… Por aquel entonces. No me echéis aún a los leones, queridos lectores y posibles fanáticos de Richard Feynman. Que esta historia no ha acabado todavía.

Tercero de Física y su Mecánica Cuántica fueron superados satisfactoriamente. Así como también lo fue el último año de la carrera. Me gradué e hice el Máster de Física Avanzada que ofertaba la propia universidad en el itinerario de Cosmología (¡Vaya! ¡Al final sí resultó que mi obsesión infantil con el espacio era cierta y seguía borboteando en segundo plano!). Pero me matriculé también en asignaturas del itinerario de Física de partículas porque, si mi intención era hacer la tesis con el grupo de Cosmología y Teoría cuántica de campos en espacios curvos de la UV, lo mismo me interesaba saber del tema.

…Y de nuevo me encuentro con él. Cara a cara con “los diagramas de Feynman”.

Pero esta tercera vez fue diferente. Ya no fue un encontronazo efímero y anecdótico como cuando la profesora++ nos lo citó. Ni como cuando, voluntariamente, decidí acercarme a su mundo a través de su libro. En esta ocasión, era un inevitable encuentro cara a cara con un temario que no podía esquivar: el complejísimo y nada intuitivo universo de la Teoría Cuántica de Campos. Y es que, como diría cierto expolítico, “Teoría Cuántica de Campos no es cosa menor… dicho de otro modo… es cosa mayor”.

¿Y sabéis qué? Que me encantó encontrarme con Feynman. Con sus diagramas que, de una forma visual y sencilla, simplificaba procesos complejísimos que involucraban choques e interacciones entre partículas. Estos diagramas no sólo me hicieron la vida mucho más fácil, sino que me permitieron jugar… y disfrutar, y mucho, de ese aparente hueso duro de roer. Y lo mismo aplico para miles y miles de físicos que han estado en mi situación. Al caso… que, sin pretenderlo, descubrí la faceta más accesible y didáctica que esa extraordinaria mente creativa, ingeniosa e intuitiva podía ofrecerme.

Fig. 4 Diagramas de Feynman. Cada dibujo muestra un proceso físico entre interacciones de partículas. Parece un lío, pero cuando se entiende es la expresión más minimalista y bella de un proceso muy complejo.


En mis adentros, la conversación (ficticia) fue algo así: “Gracias por el capote. Ya te odio menos, Señor Feynman. Venga… te ofrezco una tregua temporal. Aunque no te confíes, eh. No obstante, gracias por ese momento eureka y ese empuje de motivación que necesitaba. Me recordó a mis tiempos mozos del “tiro parabólico”.

Terminé el Máster y, por diversos motivos, no pude continuar por el camino de la Cosmología cuántica y de astropartículas. Pero no pasa nada. Pegué un volantazo de casi pi radianes y acabé, 4 años más tarde, muy feliz y realizado, defendiendo una tesis doctoral acerca de simulaciones computacionales de las propiedades mecánicas del grafito y el grafeno.

Todo parecía indicar que no tendría la necesidad de cruzarme con Feynman nunca más en mi vida, salvo si Netflix le dedicaba un biopic o si National Geographic le rendía homenaje. Tampoco me quitaba el sueño la idea, la verdad.

Eso me pensaba yo… hasta que llegó Quintín Garrido.

Fig. 5 Mensaje privado de Quintín por Twitter.


Le escribí y me incluyó en el proyecto “Easy Pieces”. Proyecto en el que una serie de científicos y divulgadores deberíamos redactar un texto personal acerca de lo que Richard Feynman y sus “Feynman Lectures” habían influido en nuestras vidas como físicos.

Le dije muy ilusionado que sí, que contara conmigo. Y le agradecí que me tuviera en consideración para su proyecto. Acto seguido, brotaban en mí 2 grandes cuestiones:

1 ¿Cómo demonios voy a escribir sobre un tipo que no es merecedor de mi simpatía?

2 ¿…Qué diantres son las Feynman Lectures?

Así que me tocó hacer lo que todo científico de bien hace cuando desconoce un tema: ¿Documentarse leyendo papers? ¿Pararse a pensar? No. Preguntar a Google.

Introduje: “Feynman Lectures on Physics” e inmediatamente el buscador me sugirió entrar a la web https://www.feynmanlectures.caltech.edu/. Lo cual, sonaba razonablemente oficial, dada su vinculación con la prestigiosa Caltech.

Doble clic. Entré. Y me encontré con mogollón de material didáctico legado por Richard Feynman. Material por escrito, por audio y por vídeo. Me llamó especialmente la atención lo último. Más que nada porque quería comprobar si en la realidad este personaje se movía y gesticulaba de manera tan altanera como lo hacía en mi imaginación, allá de por cuando intenté leerme su libro.

Y le di a reproducir a un vídeo de 55 minutos sobre una conferencia de Richard Feynman acerca de la gravitación.

“Uff... 55 minutos de este flipao”- pensé.  “Veamos qué se cuece. Vamos allá”. – le di a reproducir. Y cuando me vine a dar cuenta, me había merendado los 55 minutos con patatas. Y lo que es mejor… quería más. Así que me pedí de postre otros 55 minutos de Feynman hablando sobre Matemáticas y Física. Otra fina y exquisita delicatesen.

Lo que realmente me enganchó de estas conferencias fue la forma en la que Feynman contaba las cosas. Cómo lograba desentrañar la complejidad de un tema y presentarlo de una manera simple y comprensible. Me dio la sensación de que Feynman no estaba impartiendo una clase de física, sino contando una historia increíblemente interesante. Además, todo ello aderezado con su singular desparpajo, con un toque lúdico y con esa actitud socarrona y juguetona que yo, a priori y bajo mis prejuicios, malinterpreté como actitud chulesca. Que oye, puede que en el fondo lo fuera… Pero para comunicar e inspirar, esto se convertía en su arma secreta, su mejor baza y su sello personal.  Y funcionaba que no veas.

Con estas conferencias, Richard Feynman se adelantaba unas cuantas décadas a lo que actualmente los divulgadores, modernos y gurús del márquetin buscan con ansias: el famoso “el storytelling”. O sea, la búsqueda de la atención y la conexión emocional con el público a través de historias y analogías, con una narrativa interesante y actitud en escena que hagan quedarte embelesado. Y con ganas de más. Vamos, lo que me sucedió a mí. Y eso, con Feynman surgía de una forma muy orgánica, espontánea y natural.

Otro aspecto a destacar de sus famosas conferencias fue lo que yo apodé como “el despertar”. A Feynman no sólo se le notaba que le apasionaba la ciencia y aquello que contaba, sino que se veía a leguas que había mucha curiosidad detrás de cada una de sus reflexiones y frases. De sus “porqués”. De sus inquietudes por saber cómo funcionaban las cosas. Desde los fenómenos cotidianos hasta los que ocurrían a nivel cosmológico o a nivel cuántico. Y esa llamada a la acción de la curiosidad es la que intentaba (y lograba) transmitir, inspirar y “despertar” a su público. Yo uno de ellos, lo admito. Incluso con una carrera de Física encima y un título que lo valida colgado en la pared. Este mismo “despertar…” o si no, uno muy parecido, es el que detecté durante aquella reveladora clase de instituto sobre el tiro parabólico.

Fig. 6 Richard Feynman dando sus famosas Feynman Lectures on Physics.


De repente, me había vuelto fan de Richard Feynman. Un fan a destiempo, para mi desgracia. De golpe pasé de ser un hater de manual a forrarme carpetas con su cara y desear que me firmara un pecho.

Como buen fan, pasé los siguientes días merendando más Feynman Lectures por vídeo. Y cuando las acabé, pasé a las de formato audio. ¡Que encima había muchas más disponibles! Una locura. Llegar a este punto me hizo gracia porque yo siempre he dicho que a internet le sobran pódcast… y justo me encuentro con “un pódcast” que me engancha. Otra vez Jesús recibiendo karma y necesitando cerrar el pico una temporada.

Por eso mismo, de toda esta historia me llevo dos grandes lecciones:

1 Todos necesitamos cruzarnos con un Feynman en nuestras vidas. Antes o después. Ya sea de Física o de todo lo contrario.

2 No hay que juzgar a un libro por su portada… ni por sus 3 primeros episodios (que venía a ser medio libro, la verdad).

Dicho lo cual, se me ha ocurrido una cosa. Voy a mandarle este texto a Quintín y voy a desempolvar cierto libro que tengo a mitad. Creo que lo disfrutaré. Esta vez sí.

Es hora de retomar esa relación donde nos dimos un tiempo y un espacio.




Jesús Martínez Asencio.
Graduado en Física y Doctor en Nanotecnología.
Universidad de Alicante (UA).


Créditos Música:
56 4.32
Sunset by | e s c p | https://escp-music.bandcamp.com
Creative Commons / Attribution 4.0 International (CC BY 4.0) https://creativecommons.org/licenses/by/4.0/


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