Mi relación con el genio de la física cuántica Richard
Feynman es, digamos… un tanto singular y peculiar. Somos como dos personas que,
a lo largo del tiempo, se cruzan en numerosas ocasiones y nunca se atreven a
saludarse. Como dos personas que, al final, se llegan a conocer, pero tarde y
no bajo las condiciones óptimas. Y que, como ocurre hasta con las parejas mejor
avenidas del planeta, a veces se desencantan, se distancian y pasan una
temporada sin hablarse. Vamos, como aquellas parejas que, aunque sienten estar
conectadas, se dan un tiempo. Expresión que, en términos de nuestro corrillo
científico, es poco menos que una pesada broma cuanticorelativista.
Pero para entender esta historia, necesitamos
introducir un poquito de contexto. Y ese contexto viene a ser no otra cosa que
mi relación con la física en sí misma.
Comencemos por el principio.
“¿Qué quieres ser de mayor…?”. Esta pregunta nos sonará a muchos y muchas. Es la que, sin excepción,
todos nos hemos hecho alguna vez durante nuestra infancia. Bueno… a ver… todos
salvo el Rey Felipe, que no es que tuviera mucho margen. Pero ya me entendéis.
Esto viene al hilo de que, el pasado 6 de enero,
recibí un regalo de Reyes tan inesperado como especial. Mi madre se sacó de la
manga una polvorienta caja que a saber dónde estaría guardada, ya que no la
había visto en mi vida. Me la da. La abro. Y en su interior, un sobre grueso.
En cuyo anverso se podía leer en una perfecta letra estilográfica: “infancia
Jesús”. Abro el sobre, con la mala suerte de que se abre del revés. Y sobre mí
se desparraman decenas de fotos de todos los tamaños y resoluciones. Fotos mías
desde que era apenas un amorfo recién nacido hasta que llevaba el pelo de seta…
hacia mis 3 años aproximadamente. Eran fotos que no había visto jamás. De
hecho, la foto más antigua que conocía que andaba por los portarretratos de
casa era una de cuando tenía 3 años. Y claro… si esa era la más antigua… yo ya
me empezaba a preguntar cosas. Pero tranquilidad. Porque tras este episodio
del sobre y un muestreo estadístico significativo con fotos de un chaval que se
parecía a mí, duda disipada e hipótesis descartada.
Entre todas esas fotos, había una temática que se
repetía más de lo normal: el espacio. Que si disfraz de astronauta para
carnavales del colegio, que si muñeco de Buzz Lightyear, que si estrellas
fluorescentes en el techo, que si puzle 3D de la nave Apollo 11...
Mi madre me comentó que yo de pequeño decía que
quería ser astronauta… trabajar en la NASA. Y señalaba mucho al cielo. Que
tenía toda la pinta de que, de mayor, sería científico. Lo cual me dejó en
shock anafiláctico cuanto menos. Porque yo no solamente no recuerdo en absoluto
ni un resquicio de aquel fervor espacial infantil que habitaba en mí. Sino que
yo, “de mayor”, quería ser de todo menos científico. Eso para nada entraba en
mis planes. Dicha revelación me llevó a una nueva hipótesis: puede ser que
antes de mis 3 años, mi madre y otra señora intercambiaran niños sin querer en
un parque de bolas. Lo cual, explicaría todo y reabriría el caso de mi anterior
hipótesis recién puesta en el cajón. Pero mejor depositemos la explicación en un
tecnicismo de las neurociencias llamado “amnesia infantil”. Que, por alguna
razón que involucra al hipotálamo, provoca que nadie recuerde nada de lo que le
ocurrió antes de los 3 años. Y, si alguien lo recuerda, probablemente se traten
de memorias inventadas o construidas a partir de anécdotas escuchadas aquí y
allá.
La cuestión es que yo no recuerdo jamás que, durante
mi infancia, se me pasara por la cabeza dedicarme a la ciencia. Lo que sí
recuerdo es decir cosas como “¡De mayor quiero hacer fotocopias en el
despacho de mi padre!” (ambición ante todo, muchachos). O cuando ya tenía
más conocimiento, mi vocación oscilaba entre ser profesor de inglés, Power
Ranger rojo o Entrenador Pokémon.
Fig. 1 Por si os preguntabais quienes eran: a la izquierda, Jason, el Power Ranger Rojo. A la derecha, Ash Ketchum, aspirante a Maestro Pokémon. Fueron los ídolos y referentes de más de uno que nos criamos en los 90.
Es más, no sólo NO tenía pinta de querer dedicarme a
la ciencia, sino que esa conclusión, a medida que en el colegio e instituto iba
escalando los peldaños del conocimiento, se me iba forjando y acentuando más y
más. Una pista es que se me daban mal las ciencias. Bueno, corrijo. Se me daban
como el **** culo.
A todo lo que involucraba “numeritos” le tenía
puesta la cruz. Yo era feliz fluyendo con bastante soltura en mi mundo de la
memorización, de los idiomas (que me encantan) y de los Pokémon. “¡Hasta
luego, ciencia! ¡Ciao!” resonaban en mi cabeza prácticamente tras cada
clase de “numeritos”. Hasta que algo sucedió.
Fue en primero de bachillerato. Una tarde. Diría que
incluso un viernes. Había ganas de irnos y se interponía entre nosotros y el
finde una clase de física. Entró el profesor y nos dio lo que tocaba en el
temario: el “tiro parabólico”. Pero en esa ocasión, la clase no fue al uso. No
fue de “numeritos”. Fue de coger objetos y experimentar, pensar, razonar… Fue
de equivocarse, plantear, entender… Fue de “jugar y descubrir”. Escucharle
explicarnos con una pasión inusitada en qué consistía el tiro parabólico;
escucharle animarnos a entender lo que hacíamos, y escucharle decir que la
física era más de jugar que de seguir recetas… no fue solamente motivador, sino
también revelador.
Ese fue el día en el que quise, de (más) mayor, ser
científico. Ese fue el día en el que me di cuenta de que las ciencias no eran
recetas que decían que lo que estaba multiplicando pasaba dividiendo. Y ese fue
el día en el que fui más consciente que nunca en lo severamente crucial que es tropezarte
con un buen profesor que ama lo que hace y que lo transmite y comunica con
pasión y con un puntito distintivo e ingenioso.
Aún no lo sabía, y lo descubrí hace poco, pero ese
profesor se convertiría en “mi Richard Feynman”.
Gracias a esa clase, aquellas ecuaciones cuadráticas
cobrarían sentido en mi cabeza más allá de ser un mero trámite que se
resolvería usando la mítica fórmula de “x = -b +- raíz cuadrada de blablablá” y
chimpún. Estaba decidido. A partir de entonces, esas ecuaciones me explicarían
cosas del mundo que me rodea. Desde los pases de balón a la otra banda hasta
las encarnizadas guerras de piedras que se libraban cada martes a las 15:00 en
el descampado de detrás de casa.
Ahora había adquirido un superpoder (o así lo veía).
Y como un gran poder conlleva una gran responsabilidad, me vi en la obligación
de revisitar todo el temario visto hasta la fecha tanto de matemáticas como de
física (química no tanto, lo siento). Para así empaparme de momentos eureka en
diferido y “ponerme al día”.
Había desarrollado la capacidad de disfrutar de lo
que en el pasado fueron “numeritos”.
Aprovechando el tirón y el subidón, decidí estudiar
la carrera de Física (en la Universidad de Valencia) para así especializarme en
el tiro parabólico. Pues vaya un ignorante… con todo lo “empoderado” que me
sentía. Ahora lo pienso y me da entre risa y vergüenza. Bueno, sólo vergüenza.
En fin, este era un pequeño secreto que pensaba llevarme a la tumba pero que
ahora conocéis quienes estéis leyendo esto.
La carrera fue toda una montaña rusa de emociones,
hayas desbloqueado el superpoder o no. Física no es una carrera fácil, vengas
de donde vengas e independientemente de la motivación o nivel que traigas de
casa. Física curte. Y más, en primero, el año escabechina. El Gran Filtro. En
mi promoción, fuimos testigos de más bajas que en el Vietcon. De 120
matriculados acabamos 18, sólo digo eso.
Fig. 2 Facultad de Física de la Universitat de València (UV). Aquí, en el primer piso, nos curtieron.
Por eso, una pieza clave para enamorarte de una
carrera que, per sé es compleja, es la figura del “enseñador”. Y de sus
capacidades para comunicar y transmitir, está claro. En la carrera me he
encontrado con comunicadores de todo tipo: desde los que explicaban asumiendo
que todos los alumnos sabían lo que él ya sabía (lo cual, no solamente es
tremendamente falso, sino además es absurdo) hasta los que yo llamaba “el
profesor++”. Que eran aquellos que salías del aula ya con la lección aprendida
a falta de repasar en casa y te dejaban con ganas de saber más. Uno de estos
últimos es el tipo de “enseñador” que fue Richard Feynman. Lo que pasa es que
yo aún no lo conocía.
Los últimos mohicanos de la física logramos avanzar
hasta 3º de carrera. Y ahí fue cuando nos encontramos con una peliaguda
asignatura troncal llamada “Mecánica Cuántica”. Siempre recordaré que el primer
día de la asignatura, la profesora arrancó la clase con una frase: “Si crees
que entiendes la mecánica cuántica, es que no entiendes la mecánica cuántica”. Frase
del célebre, por cierto, del físico que protagoniza esta serie de relatos:
Richard Feynman. Fue ahí cuando escuché su nombre por primera vez, pero no le
di importancia. Lo tomé como quien cita una anecdótica (y supuesta) frase de
Einstein.
Por suerte, esta profesora resultó ser, para mí, una
profesora++. Y ayudó a que la asignatura y el temario se me hicieran bastante
más llevaderos que lo que el valor esperado de la función de onda “Jesús”
pronosticaba. El colapso, real y figurado, vino en el segundo cuatrimestre.
¿El motivo? Por desgracia llegó, a mi parecer, un
profesor--. Totalmente caótico, introspectivo, desmotivador. Mi interés por
aprobar la asignatura fue el mismo. Mi interés por disfrutar de lo que me
contaban ya no tanto. Y se me hizo bola. Se nos hizo bola.
Y como los pocos mohicanos que llegamos a tercero
éramos todos una piña, quedamos en que los correspondientes regalos de
cumpleaños estarían relacionados con algo del temario que se nos atascase. Por
eso de quitar hierro al asunto y tal. A un amigo le regalé el libro “Física
cuántica para dummies”. Admito que, en un principio, se lo regalé en plan regalo
de burla y coña. Pero os juro que con ese libro se aprende la base necesaria de
cuántica. Es más, le sirvió para aprobar. Vamos, que al final casi lo donamos a
la biblioteca del campus como una pequeña obra de caridad y benefi-ciencia,
para guiar el buen devenir de futuros estudiantes igual de confusos y perdidos
que nosotros.
Él a mí me regaló otro libro, pero sin ir de coña.
Su título: “¿Está usted de broma, Señor Feynman?”. Con esta, eran ya dos
las ocasiones que ese nombre se cruzaba en mi vida. El motivo del regalo, según
mi amigo, fue que mediante su lectura me inspirara a través de las historias y
ocurrencias de ese peculiar físico dedicada en cuerpo y alma a la cuántica. Me
pareció un regalazo. Y pensé que quizá, gracias a ello, le perdería el asco y
el desapego que me estaba empezando a ocasionar este segundo asalto de la
dichosa asignatura.
Fig. 3 A la izquierda, el regalo que hice. A la derecha, el que me hicieron.
Así que esa misma noche abrí el libro dispuesto a
experimentar una revelación mariana cambiavidas, digna de una charla TED. Y comencé
a leerlo.
Primer capítulo: pude intuir en su protagonista,
Richard Feynman, que se trataba de una persona altamente interesante. De mente
inquieta, ingeniosa, con un pensamiento lateral y divergente del que le gustaba
hacer gala. Con un puntito ácrata que daba como resultado una buena mezcla. El
personaje prometía. Me caía bien.
Capítulo 2 y 3 (de un total de 5): me cansé del
personaje. Ese pensamiento ocurrente y esa personalidad audaz y perspicaz que
al comienzo me parecía divertida, me acabó desgastando. ¿Por qué? Porque me dio
la sensación de que a esa persona le gustaba demasiado escucharse a sí mismo y
hacer gala de su superioridad intelectual. O sea… ya no me caía tan bien
Richard Feynman. De hecho, me parecía una persona bastante insoportable, arrogante,
chula, prepotente, engreída, insolente, desafiante, jugador, mujeriego e
irrespetuoso con según qué comentarios, gentes y situaciones. Vamos, un flipao
de manual. Y eso es un rasgo de la personalidad con el que no sé conectar y que
siempre me distancia y provoca rechazo.
Así que me distancié también del libro. Lo dejé a
mitad y no lo terminé.
Al cabo de unos días
le digo a mi amigo:
- Oye, el otro día me empecé a leer el libro.
- “¿Y qué tal? ¡Vaya crack el Feynman, ¿eh?! ¡Cómo
vacila al personal!
- Pues a mí me parece que tiene una actitud de imbécil redomado.
Y esa fue toda mi review del libro y de su persona…
Por aquel entonces. No me echéis aún a los leones, queridos lectores y posibles
fanáticos de Richard Feynman. Que esta historia no ha acabado todavía.
Tercero de Física y su Mecánica Cuántica fueron
superados satisfactoriamente. Así como también lo fue el último año de la
carrera. Me gradué e hice el Máster de Física Avanzada que ofertaba la propia
universidad en el itinerario de Cosmología (¡Vaya! ¡Al final sí resultó que mi
obsesión infantil con el espacio era cierta y seguía borboteando en segundo
plano!). Pero me matriculé también en asignaturas del itinerario de Física de
partículas porque, si mi intención era hacer la tesis con el grupo de
Cosmología y Teoría cuántica de campos en espacios curvos de la UV, lo mismo me
interesaba saber del tema.
…Y de nuevo me encuentro con él. Cara a cara con
“los diagramas de Feynman”.
Pero esta tercera vez fue diferente. Ya no fue un
encontronazo efímero y anecdótico como cuando la profesora++ nos lo citó. Ni
como cuando, voluntariamente, decidí acercarme a su mundo a través de su libro.
En esta ocasión, era un inevitable encuentro cara a cara con un temario que no
podía esquivar: el complejísimo y nada intuitivo universo de la Teoría Cuántica
de Campos. Y es que, como diría cierto expolítico, “Teoría Cuántica de Campos
no es cosa menor… dicho de otro modo… es cosa mayor”.
¿Y sabéis qué? Que me encantó encontrarme con
Feynman. Con sus diagramas que, de una forma visual y sencilla, simplificaba
procesos complejísimos que involucraban choques e interacciones entre
partículas. Estos diagramas no sólo me hicieron la vida mucho más fácil, sino
que me permitieron jugar… y disfrutar, y mucho, de ese aparente hueso duro de
roer. Y lo mismo aplico para miles y miles de físicos que han estado en mi
situación. Al caso… que, sin pretenderlo, descubrí la faceta más accesible y
didáctica que esa extraordinaria mente creativa, ingeniosa e intuitiva podía ofrecerme.
Fig. 4 Diagramas de Feynman. Cada dibujo muestra un proceso físico entre interacciones de partículas. Parece un lío, pero cuando se entiende es la expresión más minimalista y bella de un proceso muy complejo.
En mis adentros, la conversación (ficticia) fue algo
así: “Gracias por el capote. Ya te odio menos, Señor Feynman. Venga… te ofrezco
una tregua temporal. Aunque no te confíes, eh. No obstante, gracias por ese
momento eureka y ese empuje de motivación que necesitaba. Me recordó a mis
tiempos mozos del “tiro parabólico”.
Terminé el Máster y, por diversos motivos, no pude
continuar por el camino de la Cosmología cuántica y de astropartículas. Pero no
pasa nada. Pegué un volantazo de casi pi radianes y acabé, 4 años más tarde,
muy feliz y realizado, defendiendo una tesis doctoral acerca de simulaciones
computacionales de las propiedades mecánicas del grafito y el grafeno.
Todo parecía indicar que no tendría la necesidad de
cruzarme con Feynman nunca más en mi vida, salvo si Netflix le dedicaba un
biopic o si National Geographic le rendía homenaje. Tampoco me quitaba el sueño
la idea, la verdad.
Eso me pensaba yo… hasta que llegó Quintín Garrido.
Fig. 5 Mensaje privado de Quintín por Twitter.
Le escribí y me incluyó en el proyecto “Easy
Pieces”. Proyecto en el que una serie de científicos y divulgadores deberíamos
redactar un texto personal acerca de lo que Richard Feynman y sus “Feynman
Lectures” habían influido en nuestras vidas como físicos.
Le dije muy
ilusionado que sí, que contara conmigo. Y le agradecí que me tuviera en
consideración para su proyecto. Acto seguido, brotaban en mí 2 grandes
cuestiones:
1 ¿Cómo demonios voy a escribir sobre un tipo que no
es merecedor de mi simpatía?
2 ¿…Qué diantres son las Feynman Lectures?
Así que me tocó hacer lo que todo científico de bien
hace cuando desconoce un tema: ¿Documentarse leyendo papers? ¿Pararse a pensar?
No. Preguntar a Google.
Introduje: “Feynman Lectures on Physics” e
inmediatamente el buscador me sugirió entrar a la web https://www.feynmanlectures.caltech.edu/.
Lo cual, sonaba razonablemente oficial, dada su vinculación con la prestigiosa
Caltech.
Doble clic. Entré. Y me encontré con mogollón de
material didáctico legado por Richard Feynman. Material por escrito, por audio
y por vídeo. Me llamó especialmente la atención lo último. Más que nada porque
quería comprobar si en la realidad este personaje se movía y gesticulaba de
manera tan altanera como lo hacía en mi imaginación, allá de por cuando intenté
leerme su libro.
Y le di a reproducir a un vídeo de 55 minutos sobre
una conferencia de Richard Feynman acerca de la gravitación.
“Uff... 55 minutos de este flipao”- pensé. “Veamos qué se cuece. Vamos allá”. – le di a reproducir.
Y cuando me vine a dar cuenta, me había merendado los 55 minutos con patatas. Y
lo que es mejor… quería más. Así que me pedí de postre otros 55 minutos de
Feynman hablando sobre Matemáticas y Física. Otra fina y exquisita delicatesen.
Lo que realmente me enganchó de estas conferencias
fue la forma en la que Feynman contaba las cosas. Cómo lograba desentrañar la
complejidad de un tema y presentarlo de una manera simple y comprensible. Me
dio la sensación de que Feynman no estaba impartiendo una clase de física, sino
contando una historia increíblemente interesante. Además, todo ello aderezado
con su singular desparpajo, con un toque lúdico y con esa actitud socarrona y
juguetona que yo, a priori y bajo mis prejuicios, malinterpreté como actitud chulesca.
Que oye, puede que en el fondo lo fuera… Pero para comunicar e inspirar, esto se
convertía en su arma secreta, su mejor baza y su sello personal. Y funcionaba que no veas.
Con estas conferencias, Richard Feynman se
adelantaba unas cuantas décadas a lo que actualmente los divulgadores, modernos
y gurús del márquetin buscan con ansias: el famoso “el storytelling”. O sea, la
búsqueda de la atención y la conexión emocional con el público a través de
historias y analogías, con una narrativa interesante y actitud en escena que
hagan quedarte embelesado. Y con ganas de más. Vamos, lo que me sucedió a mí. Y
eso, con Feynman surgía de una forma muy orgánica, espontánea y natural.
Otro aspecto a destacar de sus famosas conferencias
fue lo que yo apodé como “el despertar”. A Feynman no sólo se le notaba que le
apasionaba la ciencia y aquello que contaba, sino que se veía a leguas que
había mucha curiosidad detrás de cada una de sus reflexiones y frases. De sus
“porqués”. De sus inquietudes por saber cómo funcionaban las cosas. Desde los
fenómenos cotidianos hasta los que ocurrían a nivel cosmológico o a nivel
cuántico. Y esa llamada a la acción de la curiosidad es la que intentaba (y
lograba) transmitir, inspirar y “despertar” a su público. Yo uno de ellos, lo admito.
Incluso con una carrera de Física encima y un título que lo valida colgado en
la pared. Este mismo “despertar…” o si no, uno muy parecido, es el que detecté
durante aquella reveladora clase de instituto sobre el tiro parabólico.
Fig. 6 Richard Feynman dando sus famosas Feynman Lectures on Physics.
De repente, me había vuelto fan de Richard Feynman. Un
fan a destiempo, para mi desgracia. De golpe pasé de ser un hater de manual a
forrarme carpetas con su cara y desear que me firmara un pecho.
Como buen fan, pasé los siguientes días merendando
más Feynman Lectures por vídeo. Y cuando las acabé, pasé a las de formato
audio. ¡Que encima había muchas más disponibles! Una locura. Llegar a este
punto me hizo gracia porque yo siempre he dicho que a internet le sobran
pódcast… y justo me encuentro con “un pódcast” que me engancha. Otra vez Jesús recibiendo
karma y necesitando cerrar el pico una temporada.
Por eso mismo, de toda
esta historia me llevo dos grandes lecciones:
1 Todos necesitamos cruzarnos con un Feynman en
nuestras vidas. Antes o después. Ya sea de Física o de todo lo contrario.
2 No hay que juzgar a un libro por su portada… ni por sus 3 primeros
episodios (que venía a ser medio libro, la verdad).
Dicho lo cual, se me ha ocurrido una cosa. Voy a
mandarle este texto a Quintín y voy a desempolvar cierto libro que tengo a
mitad. Creo que lo disfrutaré. Esta vez sí.
Es hora de retomar esa relación donde nos dimos un tiempo y un espacio.
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